Kabalcanty
Abusadores
La algarabía de la fiesta sonaba lejana, amortiguada por lo avanzado de la madrugada que habría reducido el número de personas en torno a la plaza del pueblo, y además porque el soportal donde se encontraban estaba retirado del bullicio. Los tres hombres parecían sentirse incómodos después de lo sucedido; se miraban a hurtadillas, daban algunos pasos y se detenían, prendían sus cigarrillos y daban caladas sin verdadera ansiedad, y, sobre todo, esquivaban a la chica tendida en el suelo con los vaqueros bajados hasta los tobillos.
La mujer era joven, entre veinte y veinticinco años, estaba tendida de costado y tiritaba en lo que parecía ser un estado de nerviosismo pues la temperatura estival, aunque había refrescado en la noche, era alta. Tenía los ojos fijos en la base de la escalinata que daba entrada a la antigua fábrica textil, hoy sede del Hogar del Jubilado del pueblo.
— Ella ha querido, no se puede tontear sin saber a lo que te lleva eso.
Dijo uno de ellos, el más joven, deteniéndose y buscando la respuesta de los otros.
— Esta venía buscando rabo como la mayoría de las tías que andan zorreando a estas horas de la noche.
El hombre de la barba, posiblemente el de más edad, habló temblándole el dedo con que señaló, sin mirar, el lugar de la chica.
— Sería absurdo que no quisiera gozarla........como nosotros.
El que quedaba, retirado de los otros dos, dijo con una voz menguada.
— Además, qué coño, disfrutamos como enanos ¿no?
El más joven elevó el tono expresando una convicción que tardó unos segundos de más en la boca de los otros dos.
"Sí", "sí", contestaron en una afirmación escueta, dubitativa, que creció con el silencio y los últimos fuegos de artificio estallando a lo lejos e iluminándoles a los cuatro.
— ¡Joder, me molesta tanto ruido!
— Deberíamos irnos, es tarde.
— ¿Acaso no disfrutasteis follándola? -insistió el más joven.
— Claro...... ella así lo quiso.
— Pero no le pregunto a ella, te lo digo a ti.
El hombre joven se había colocado entre los otros dos en un centro en el que giraba inquieto buscando un centro de gravedad.
— No.
La negación sonó como una detonación. Fue veloz, instantánea, casi involuntaria a juzgar por el gesto sorpresivo que cruzó la cara del hombre como un relámpago.
— ¿No?
— Recuerda, fui el último y sentí un asco inmenso al veros montando a la chica mientras la amenazabais para que no gritara. ¡Repulsivo! Sois animales.......lo somos los tres.
El más joven se abalanzó amenazante.
— ¡Me cago en ti! ¿Acaso no te la tiraste tú al final, mierda? ¡Te parto la cara si se te ocurre decir algo de lo que ha pasado aquí por nuestro pueblo! ¡Te machaco!
El tercer hombre le agarró el brazo fuertemente cuando intentaba descargarlo.
— ¡Yo tampoco gocé, hostias!
El más joven se volvió sintiendo el cosquilleo de la barba del otro cerca de su rostro.
— La tía te eligió a ti, -prosiguió sin soltarle la mano- le gustaste y nosotros después, alejados del guirigay, la compartimos a la fuerza. No, no gocé... ni siquiera pude correrme.
Las luces se iban apagando en el meollo de la plaza. Sonaba alguna trompetilla barata de feria chuflando insistencias.
— Mírala.......mírala si tienes "güevos" -dijo el otro al más joven.
— Por supuesto, pues claro, no te jode -contestó el hombre más joven desafiando con una mirada vidriosa a los otros dos.
La joven permanecía de la misma manera, de costado, temblándole el labio inferior en una retahíla que sólo conocía su aliento. Su culo, desnudo, enrojecido, tenía las marcas del relieve de la piedra que antecedía a la escalinata.
El joven fue levantando los ojos siguiendo el sendero de piedra. Descubrió el ovillo encogido sobre sí mismo de la chica y la trémulo abandono que sacudía el cuerpo. Su vista, como una aguja candente atravesando su pupila hasta el tálamo, penetró hasta las súplicas de ella, el puño levantado de él diciéndole "que te parto los piños si rechistas, puta", las tetas frías bajo la camiseta ajustada, el culo de los otros moviéndose, juntándose los pantalones vaqueros de ellos y ella por debajo de las rodillas, el sudor mojando los cabellos de la chica, los jadeos ahogados sobre el sonido lejano de la música en la plaza...
— ¡¡Dios, joder!!
Exclamó, quitando la vista de la mujer.
— Vámonos, "Peco", se acabó.
Le dijo uno de los hombres, pasándole el brazo por los hombros.
— ¿Qué coño hemos hecho mal? Joder, la tía estaba caliente, quería polla ¿no?.
— Déjalo, es tarde.
— Lo olvidaremos, ya verás.
Se fueron yendo los tres abrazados, sujetos, enlazados, caminando hasta que la noche avanzada se los tragó en el más absoluto silencio.
Minutos después, la joven se sentó sobre la escalinata y comenzó a subirse los pantalones con dificultad, desganada, sin ánimo. Se estiró la camiseta sucia, manoseada, y tras cerrar unos instantes los ojos, pudo llorar algo, no mucho, lo suficiente para amortiguar la tembladera. Al levantarse sintió un escozor en la vagina al roce con la tela del vaquero. Pero siguió andando, soportando la irritación, abrazándose de tanto en tanto para insuflarse la firmeza suficiente para llegar al cuartelillo de la Guardia Civil del pueblo.