Kabalcanty
Un máster en lirismo (y parte 2)
Alicia Salas subía en el ascensor nada más y nada menos que a la planta del jefazo. Llevaba metido en el bolsillo trasero del mono color butano, enrollado en el papel aluminio, el medio bocadillo de chorizo que no le dio tiempo a terminar y entre las manos amasaba su cuaderno de anillas que apretaba, sin apenas darse cuenta, contra su pecho. Soslayaba, ocasionalmente, el perfil solemne de la secretaria que la acompañaba chocando con una sonrisa tensa y breve cuando la otra la diseccionaba de arribabajo. Se sentía algo sofocada por un nerviosismo que le quemaba el pecho enredándose en su garganta, y que, sólo cerrando los ojos y haciendo sus ejercicios respiratorios, mitigaba en parte, desde que aquel chófer de barriga prominente le pidió que le acompañara al edificio de dirección por expreso deseo de don Luis Álvarez de Santiago.
Alicia Salas, años atrás, estudió Auxiliar de Farmacia y Parafarmacia en dos cursos de Formación Profesional en un instituto de Córdova, a unos cincuenta kilómetros de su pueblo natal. Fue afortunada ya que al concluir su formación y, en apenas en dos meses, entró a trabajar en una farmacia que tenía una tía de una amiga en Madrid. Se trasladó a la capital y todo fue sobre ruedas hasta que llegó la crisis del año 2008 y la despidieron sin contemplaciones. Luego nada fue igual. El desempleo prolongado hizo mella en Alicia hasta el punto de tener que vender varios de sus apreciados libros a un librero tan especulador como la despiadada crisis pulió y sacó de sus agujeros. Sus padres, ignorantes en el pueblo, nada supieron de las penalidades de ella y seguían ingresándole los cien euros mensuales que le servían de ayuda para costearse el alquiler del pisito inmundo que habitaba, un bajo infecto de humedad y malos olores.
Y es que la auténtica pasión de Alicia Salas eran los libros. Alicató el piso de la capital con los miles de volúmenes que fue comprando, apenas abandonada la niñez, que se trajo del pueblo en unas cajas de cartón. Amaba la lectura y lo hacía con una devoción que la abstraía horas y horas llevándola a lugares inimaginables. Devoraba las páginas soñando que, quizás, algún día ella sería capaz de contar historias como lo hacían Herman Hesse, Luis Mateo Díez, David Trueba o Almudena Grandes.
Así comenzó su aspiración hacía unos tres meses, cuando del Servicio Estatal Público de Empleo le envió un sms para que comenzara un curso con prácticas de "Gestión de residuos urbanos e industriales". La emoción que le procuró optar de nuevo a la posibilidad de conseguir un empleo la catapultó a la escritura. Asistía a las clases por la mañana y las tardes las dedicaba a la escritura. Comenzó a escribir relatos cortos que releía y corregía hasta entrada la madrugada. Pero nada le importaba más que escribir bien y plasmar lo que sentía en el viejo ordenador portátil. Cuando comenzó su mes de prácticas en "Reciclajes Unidos Medioambientales De Santiago" tomó la costumbre de, en la hora y media del turno de comida, escribir en un cuaderno de hojas cuadriculadas sus proyectos de cuentos.
— Pase al despacho del señor Álvarez, está esperándola.
Le dijo Lucía con un gesto áspero que pretendía ser una sonrisa.
Alicia atravesó el umbral de la puerta encogida, colocándose la coleta tiesa sobre la espalda por hacer que la mano que no sujetaba el cuaderno tuviera actividad.
— Pase, pase, señorita.
Dijo Luis Álvarez de Santiago al trasluz del ventanal desde donde la divisó hacia unos quince minutos.
— Buenas.....tardes -dijo apocada.
Ella se acercó e hizo caso al ademán de él para que tomara asiento.
— ¿Le gusta a usted escribir? -Luis, urgido por una intromisión que le palpitaba en las sienes, fue al grano.
Alicia le miró sin comprender del todo. "En mi hora y media de comida se supone que puedo hacer lo que quiera", pensó después de contestar con un parco "sí".
— ¿Y me permitiría usted leer lo que escribía? -añadió él dulcificando el rostro- Y perdone mi atrevimiento, señorita.
Alicia sintió cómo se enrojecía su rostro y, con la garganta como una lija, le tendió el cuaderno casi paralizada.
Él lo cogió aprisa, desmedido y ansioso, y dándole la espalda comenzó a leer con avidez.
De vez en cuando, levantando del papel sus ojos ceñudos, observaba a la mujer como buscando algo entre su rostro o su indumentaria laboral. Luego volvía al cuaderno mientras asentía o negaba con la cabeza en un diálogo intrínseco.
Cuando acabó, cerró de golpe el cuaderno y lo lanzó sobre su escritorio lejos del alcance de ella.
— ¿Cuánto gana usted ahora? -preguntó Luis con la manos en los bolsillos del chaleco y caminando de izquierda a derecha frente a ella.
Alicia Salas contestó que estaba ese mes en prácticas y que no tenía sueldo alguno.
— Le propongo algo: un contrato fijo aquí en esta misma oficina y un sueldo mensual de...
La cantidad le hizo oscilar el cuerpo a la chica sobre la silla y tener que agarrarse al borde del escritorio.
— Necesito, eso sí, de su absoluta discreción y del entusiasmo de su voluntad.
Alicia le costaba pensar, sudaba y sentía una imposibilidad en la garganta para articular palabra alguna. "¿No sería nada obsceno?", se preguntó observando el ir y venir de él.
— ¿Y... qué... qué tengo que hacer... señor Álvarez?
Llegó a decir cuando el silencio fue insoportable.
— Necesito que me hable de los secretos de la inspiración, de la musa esa de las narices que tanto hablan los poetas y novelistas. Necesito que me cuente, día a día, cómo escribir como usted siendo yo el que lo haga. Trabajaríamos de lunes a viernes de doce de la mañana a tres de la tarde centrándonos sólo en esa tarea. Necesito escribir como usted y le prometo que nunca se arrepentirá.
Alicia tenía ganas de reír, de reír a carcajadas, de tirarse por los suelos hasta desternillarse y despertar de esa situación surrealista.
— Pero todavía no ha contestado a mi ofrecimiento, señorita.
Poder desempeñar sus libros, cambiar de piso a uno sin humedades y con mucha luz, tener otro pc, mandar dinero a sus padres, tener las tardes libres para escribir sin pensar en madrugar, ir al cine y al teatro, leer.............
— Sííííí........acepto.
Exclamó Alicia irrefrenable, aunque se sonrojó al extremo y sintió cómo el vientre amenazaba con soltarse rugiendo airado al tiempo que su trasero aplastaba el medio bocadillo de chorizo envuelto en papel aluminio.