Kabalcanty
Sobrevivientes (36)
— Creo que esta camilla, asegurándola un poco con la cuerda que tenemos, nos dará más movilidad; la silla de ruedas es demasiado aparatosa. También- dijo Jesús, sacando algunas cosas sobre la mesa de una bolsa de rafia- he traído estos impermeables casi nuevos y más vendas, alcohol y ........
Todos le escuchaban con atención examinando las cosas que colocaba sobre la mesa. El doctor Amedo, incorporado en el sillón, tenía la cabeza baja y mostraba su abatimiento cada vez más fehacientemente.
K. le dijo sobre la posibilidad de atravesar las calles por el barrio de absorción hasta llegar al matadero antiguo.
— Todos sabemos que ese barrio es sumamente conflictivo pero también es cierto que, aún dando más vuelta, los callejones estrechos y sus recovecos nos permitirán ser más clandestinos. Me parece buena idea, compañeros. Al final la única salida, no sé si la mejor, es colarnos al otro lado como sea y comenzar de cero.
— ¿Y Carmen? -volvió a repetir el médico sin que los demás le respondieran.
— Además -añadió Jesús- tenemos el toque de queda a las diez, me lo dijo un soldado del último control y eso nos......... Un momento, un momento -dijo pensativo, separándose de la reunión unos segundos- Se me ocurre algo. Si, será lo mejor. Podemos ir caminando por el subterráneo del colector hasta poco antes de llegar al matadero. ¡Claro! Si, compañeros. Escuchad: caminaremos por el firme visitable del colector hasta antes que llegue al río, allí se hace peligroso y tendremos que salir. Pero si lo conseguimos habremos andado casi más de la mitad de nuestro propósito. Luego ya veremos.
Genoveva y el viejo celebraron la idea y pusieron la mano sobre el hombro de Jesús para indicarle su apoyo.
— ¿A usted que le parece, doctor?- preguntó la enfermera.
Amedo levantó algo su cabeza y afirmó sin convicción.
— Conozco más o menos el camino porque he ido varias veces a coger ratas para hacerlas en guiso.
Genoveva hizo un gesto de asco y sacudió su mano.
— Pongámonos en marcha cuanto antes porque ya son las diez.
El viejo señaló la señal luminosa del reloj y dio una palmada indicando acción.
Salieron, cual estrambótico grupo, pasadas las diez de la noche. Llevaban los impermeables oscuros traídos del Albergue, viseras de nylon y guantes sanitarios. A la cabeza, sujetando las asas de la camilla, Jesús y detrás Genoveva. El anciano llevaba una mochila que le empujaba el sombrero, cubierto con una bolsa de plástico, hacia la frente. La tupida lluvia les servía de aliado mientras caminaban pegados a las paredes de las aceras. No se veía un alma, tan sólo el clamor de unas sirenas sonando a los lados de ellos. Se detuvieron varias veces al ver el vuelo torpe entre la lluvia de algún dron, se agachaban pegados a las fachadas de las casas hasta que pasaba y proseguían su andadura.
Al cabo de unos veinte minutos estaban junto a la tapa que accedía al colector. Jesús les indicó cómo descenderían por los pates. Primero bajaría él algunos peldaños. Dejaron la camilla en el suelo y Genoveva y K. ayudaron al doctor hasta que Jesús lo tuvo aferrado por las piernas. Fue descendiendo el viejo mientras sujetaba de los brazos al médico. Descendieron despaciosamente, fijando los pies en cada pate y asegurando la carga que suponía Amedo. La enfermera metió la camilla para luego bajar ella la última sin olvidarse de volver a arrastrar la tapa de hierro para cerrar de nuevo.
Notaron el calor húmedo del colector y la pestilencia nada más poner los pies en el suelo. Genoveva dio tres o cuatro arcadas pero hizo un gesto tranquilizador a los demás para restar importancia.
— Os agradezco de corazón lo que estáis haciendo por mí -dijo Amedo, dejándose acomodar de nuevo en la camilla.
— Marchemos como antes -comentó Jesús- pegados a la pared del andén visitable y con mucho cuidado de no resbalar por la babilla del suelo.
Hizo con su bota una marca sobre el firme para indicarles el jugo infame y resbaladizo que criaba el ambiente sobre el andén.
— Me ataré la camilla a la cintura -dijo Jesús mostrándoles la linterna- Supongo que tenemos como un par de horas caminando hasta llegar cerca del río. El zumbido de la cascada donde desembocan los rápidos de la galería nos advertirán de que estamos llegando.
Comenzaron a caminar por el andén sintiendo el sofoco del ambiente en pocos minutos. La oscuridad, con la salvedad del hilo de luz de la linterna, era absoluta. Escuchaban a cada tanto el chapoteo de la ratas en el canal de agua fecal que les acompañaba en paralelo. También tuvo algunas arcadas el anciano que terminaba escupiendo a las aguas de su lado. Las pisadas del grupo sonaban acorchadas, espesas entre el limo inmundo, así como su respirar fatigoso resonaba más allá de sus pechos.
— ¡¡Cuidado, quietos!! -dijo Jesús, apagando veloz su linterna, cuando ya llevaban andado un buen trecho- Viene una patrulla a lo lejos, metámonos en el agua y sumerjámonos.
Saltaron al canal y esperaron a que los dos soldados se acercaran. Luego se sumergieron en las aguas residuales, hundiendo al médico y a la camilla, hasta que Jesús calculó el paso de la patrulla. Él emergió primero y escuchó las risas de los soldados alejándose. Tiró de las ropas de los demás.
— ¡Copón! -exclamó K., apoyándose exhausto sobre el firme del andén y escupiendo vehementemente.
Genoveva y Jesús sacaron a Amedo y la camilla y le fueron colocando sobre el andén. Fueron saliendo del canal sacudiéndose la basura pegada a sus ropas. El viejo pateó al agua. "¡Putas ratas de los cojones!", dijo.
— Calla, abuelo, no nos jodas ahora -le recriminó Jesús mientras trataba de encender la linterna.
— Se nos jodió la luz -musitó mientras abría el alojamiento de las pilas y trataba de secarlas con la camiseta interior.
Genoveva estaba arrodillada junto al médico que tiritaba de forma convulsiva.
— Al doctor le ha subido mucho la fiebre, joder -dijo- Saca otro analgésico, por favor, K.
El anciano rebuscó entre la mochila.
— Está todo chorreando, me cago en mi vida.
— Da igual, dame cuatro pastillas.
— ¿Tantas?
— Sí, leche, sí.
La enfermera hizo tragar al doctor con ayuda de un trago de la botella que también le entregó K., después se tomó ella otros dos comprimidos mientras le castañeaban los dientes.
— Sigamos, no hay tiempo que perder -anunció Jesús- Ahora a tientas. Nos servirá de guía la pared. Atentos.
Prosiguieron la marcha más despacio, más precavidos, más cansados.
Pocos minutos después notaron la crecida rápida del canal. Al principio sólo les mojaba los zapatos y les hacía chapotear mientras caminaban. Luego, la tromba fue escalando sus rodillas mientras arrastraba objetos que tropezaban veloces contra sus cuerpos y que no llegaban a identificar.
— Tendremos que salir estemos dónde estemos; -dijo Jesús- parece que la lluvia ha apretado de cojones.