Rodrigo Cota
Semana de pasión
Venimos de celebrar un año más la Semana Santa. Eso ya lo sabe usted, claro está, pero hay que empezar por algún lado. A mí, con la que está cayendo, la pasión de Jesús me parece poca cosa, y procedo a explicarme:
De la lectura de los evangelios se deduce que Cristo vivió razonablemente bien hasta el mismo día que empezó su persecución, poco antes de su muerte a los treinta y tres años, cubierta con creces su esperanza de vida: era casi un anciano en su época, no sé por qué nadie se ha parado a pensarlo.
De su infancia poco se sabe, salvo algún detalle poco fiable sobre su propio nacimiento y su encuentro con los sabios. De su juventud, tampoco: reaparece ya hecho un viejo, luchando por los derechos más bien terrenales de sus coetáneos, rodeado de discípulos que lo amaban, obrando milagros y enfrentándose a los poderosos, que es la verdadera lección que hoy nadie parece aprender.
Mucha gente, millones de personas, sufren hoy un calvario peor que el de Jesús y nadie les monta una procesión. Muchas madres estarían dispuestas, aquí mismo, a soportar el tormento que sufrió Jesús, no ya para salvar a la humanidad, sino con el fin mucho más modesto de conseguir una barra de pan para alimentar a sus hijos durante un día. Puede que a la cristiandad entera le resulte más soportable esa realidad si rememora cada año el sufrimiento ajeno, el de Jesús, que les hace olvidar el propio.
Quizás la diferencia estriba en que Cristo murió por todos nosotros, según refiere el dogma, mientras que hay gente hoy que se suicida porque no soporta la idea de perder el hogar que comparte con su familia, por el que ha trabajado toda una vida y sabiendo además que no habrá resurrección a los tres días. Si ponemos en una balanza una muerte y la otra, ambas parecen igual de injustas e innecesarias, pero los objetivos mucho menos pomposos del que se ahorca un minuto antes de ser desahuciado me parecen más dolorosos, y su calvario mucho más duradero e insoportable.
2.04.2013