Luis López Rodríguez
Distopías mías
El dilema estaba servido. ¿Lo hacía público o lo dejaba correr? Me hervía la sangre. Era una injusticia. Una injusticia lo que estaban haciendo a aquella mujer, y una injusticia también que yo no pudiera dejar salir mi rabia para denunciarlo como se merecía. Pero los otros casos estaban muy recientes. Si se me iba la mano no pasaría demasiado tiempo antes de tener que declarar ante la Audiencia. La posibilidad de acabar en el talego era tan esperpéntica como real, y lo reconozco, tenía miedo. No sé si alguien está preparado para entrar en prisión; yo, desde luego, no. ¿Qué debía hacer? ¿Callarme? ¿Suavizar mi mensaje hasta que no fuera más que una exposición aséptica de los hechos?
Esa mujer era una activista por los Derechos humanos que alertaba a los servicios de rescate cuando tenía conocimiento de que una patera corría riesgo de naufragio, es decir, salvaba vidas humanas. Y estaban intentando criminalizarla.
La primera investigación ya olía a chamusquina, no obstante, su archivo por parte de la Fiscalía dejaba cierto margen al optimismo o, al menos, al sentido común. Pero lo más grave vendría a continuación. No contentos con el dictamen de la justicia, la Policía decidiría denunciar a esta mujer por los mismos hechos, a saber: colaboración con organización criminal y tráfico de personas, ante la justicia de un segundo país. Fuerte, sí, muy fuerte. Pues para no sembrar dudas en quienes apostábamos por su mala fe, decidirían no informar a la justicia de este segundo país de que la causa ya había sido archivada en el país originario de la denuncia, al no haberse encontrado durante el proceso de investigación indicios de actividad delictiva alguna. Y si suena la campana, pues que le caiga una cadena perpetua. Para mear y no echar pis.
Y ante todo esto, yo seguía con mi dilema, más cuando un grupo de ONGs habían conseguido reunir en unas pocas horas 20.000 firmas para instar a las autoridades del país denunciante a que pusieran en conocimiento del país en el que se pretendía iniciar el proceso judicial, que la causa ya había sido investigada y archivada, a lo cual las autoridades a las que se instaba contestarían con unos exquisitos puntos suspensivos.
Para hacer pública mi indignación, para decir lo que pensaba, tendría que acusar de hechos gravísimos a instituciones y altos cargos del Gobierno, lo cual podría acabar acarreándome desde una multa que no podría pagar hasta unas vacaciones en chirona. Si no lo hacía, la rabia podría acabar devorándome, por no mencionar el desprecio hacía mí mismo que generaría mi silencio cobarde. Por suerte, en un intento de distraerme mientras intentaba tomar una decisión, encendí la tele. Un tertuliano vino en mi ayuda, su voz era clara y sonaba convincente, se notaba que había reflexionado largas horas antes de poder asegurar que vivíamos en un Estado de Derecho, donde se garantizaba la libertad de expresión y se respetaban los Derechos Humanos. Ya estaba, de nuevo mi costumbre de hacer varias cosas al mismo tiempo me había jugada una mala pasada. Seguramente había leído las noticias mientras veía algún capítulo de Black Mirror y mi mente había acabado por confundirlo todo. Menos mal.