Kabalcanty
Sobrevivientes (30)
Al entorno del Hospital Sur lo velaba una niebla espesa que podía masticarse. Polvo, humo y un infernal calor asolaban el espectáculo dantesco que contemplaban a lo lejos cientos de curiosos y familiares de los internados en el centro sanitario. Delante de ellos, tres lanzacohetes robotizados, que había recibido la información precisa para quebrar el hospital de los dos drones que sobrevolaban la zona, descansaban alrededor de un nutrido contingente de soldados. A la cabeza de un acorazado militar, el comandante Salinas aguzaba sus ojillos de ratón en sus binoculares laser de visión nocturna.
En el cielo se iba perdiendo la negrura y aparecía esa claridad acerada que anunciaba el cambio de luz. La mole del hospital, al contraluz de la claridad, permanecía doblada en dos amenazando un posible derrumbamiento.
— No veo movimiento alguno, teniente.
Dijo Salinas, dejando colgados sus binoculares sobre su pechera.
— Es más que posible que los supervivientes sean cero, mi comandante. La precisión de los disparos ha sido total.
— Que se acerquen las ambulancias -dijo hierático el comandante- y varios vehículos de los "panaderos"; si por casualidad hay alguien vivo es indispensable que desaparezca, ¿entendido?
— A la orden, mi comandante, así se hará.
En ese instante llegó el sargento Valdés a la carrera.
— A la orden, mi comandante, mi teniente. Pido perdón por llegar así pero es que hay una mujer, que dice ser la esposa del un tal doctor Amedo, que está alborotando a la multitud. Insiste en pasar la línea para ver qué pasó con su marido y con los de dentro del Hospital Sur.
Salinas paralizó a los otros dos alzando enérgicamente su mano y, a grandes zancadas, se dirigió a la línea de seguridad.
Los otros dos militares siguieron su ritmo.
— Puta lluvia -musitó, apretando sus mandíbulas.
— Está histérica, mi comandante. -dijo Valdés, siguiendo fatigado a su superior.- y no para de lanzar consignas contra nosotros.
Salinas callaba con sus ojillos fijos en la lejanía.
Antes de llegar a la zona de seguridad, se escuchaba el murmullo en el que sobresalía una voz aguda de mujer.
—... ¡¡¡Los están matando para cubrir este exterminio!!! ¡¡¡No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras nos borran uno a uno!!!
Carmen, con la cara encarnada y moviendo los brazos apasionadamente, se dirigía a la muchedumbre encaramada sobre un banco público ante la vigilancia de un nutrido cordón de soldados con el arma montada. Tenía el cabello empapado, su flequillo, flácido, golpeando su frente, y sus ojos resistiéndose a una humedad que los hacía chispeantes.
Salinas, poco antes de llegar al cordón de seguridad, hizo un apartadillo con el teniente.
— Cuando entre con esa loca -le dijo al teniente, cubriéndose la boca con la solapa de la gabardina militar- la llevaré hasta la zona de supervisión. Ordene, urgente, un vehículo de "panaderos" para que se la lleven sin contemplaciones, ¿entendido?
— A la orden, mi comandante.
Luego se giró displicente para ir hacia el cordón de soldados.
— ¡¡Mañana serán vuestros hijos o vuestros maridos!! -gritaba Carmen- ¡¡Sólo este Gobierno es el responsable de esta "limpieza"!! ¡La Epidhemia sólo es una vil excusa para deshacerse del sobrante de la clase pobre!
Salinas, adelantándose a la fila de soldados, alzó su voz más castrense para llamar la atención de la mujer.
— ¿Es usted quién manda aquí? -le gritó Carmen iracunda- ¿O me va a arrestar de inmediato?
Salinas sonrió y dulcificó su gesto tendiéndole una mano.
— Ha sido un ataque terrorista que hemos tenido que mitigar, señora. Pero los impactos han sido limpios, me explico: sólo hemos hecho blanco en el grupo violento. Hay muchos supervivientes, casi todos.
Esta última frase la pronunció elevando todavía más la voz y dirigiéndose a la concurrencia.
— Le ruego que venga conmigo, señora, y le demostraré que es cierto lo que digo y que así pueda tranquilizar a toda esta gente que, evidentemente y con toda la razón del mundo, sufre por la seguridad de los internos en el hospital. Venga y se lo aclararé, e incluso podrá hablar con el doctor Amedo.
Carmen bajó del banco y se reunió con el militar. Le encaró grave, mirándole sus ojillos incisivos, y sus facciones pétreas rutilando por la llovizna.
Antes de atravesar la línea militar se volvió hacia la multitud.
— Os contaré lo que vea, compañeros.
Dijo con solidez, apretándose el impermeable sobre el cuello.
— Sígame y le convenceré de que el personal del hospital está a salvo, incluso podrá hablar con su marido desde nuestro centro de supervisión. Es sólo cuestión de un par de horas para que todo se aclare, señora.
Decía con suavidad Salinas, indicándole a Carmen la trayectoria a seguir con un ligero movimiento de su mano, bamboleándole sus prismáticos en lo alto del pecho.
De la punta de la nariz de Carmen caía una gota de lluvia dejando su estela humeante. Caminaban sobre el asfalto, dentro del eventual asentamiento militar, esquivando charcos a su paso que se movían pesados reconcentrados en su grasa.
Los hombres de blanco y mascarillas salieron veloces y eficaces detrás de un vehículo militar. Le pusieron a Carmen un esparadrapo ancho en la boca y, con toda habilidad, la introdujeron en un saco de plástico blanco y opaco para, acto seguido, meterla en la trasera del vehículo.
Salinas movió la cabeza afirmativamente reconociendo a los avezados "panaderos" mientras miraba cómo se alejaba veloz el vehículo por la parte opuesta a dónde se concentraba el gentío.
— Una lástima, hubiera sido una eficaz mujer en el ejército.
Masculló el comandante.
Luego adivinó la claridad sobre el cielo enladrillado y maldijo, al tiempo, que iniciaba la marcha. "Tiempo de mierda".