Manuel Pérez Lourido
Hemos ganado las elecciones
Las elecciones no se pueden ganar ni perder porque no son una competición deportiva o bélica (esto último se le asemeja más que lo primero) y por tanto no puede hablarse de ganadores o perdedores. Puede considerarse más exitoso un partido emergente que obtiene por primera vez dos o tres representantes que otro que logra más que sus rivales pero pierde una mayoría de la que gozaba en la anterior convocatoria. La consecución de los objetivos razonablemente establecidos tiene mayor razón de constituirse en baremo del éxito que otro tipo de consideraciones.
Curiosamente, sin embargo, los partidos que obtienen malos resultados consiguen presentarse ante la ciudadanía como tocados por la fortuna. No es extraño oír a líderes políticos congratularse por las decisiones del electorado, aunque tengan que apelar para ello a estadísticas traídas por los pelos, comparaciones con rivales menos favorecidos, etc. Luego están aquellos que no pueden esconder el fracaso numérico y lo llevan pintado en la cara desde la primera comparecencia.
De toda esta puesta en escena el factor determinante es siempre el mismo: nosotros. Es al electorado en general y al suyo en particular a quienes tratan de vender la moto. Y se la compramos desde el mismo momento que no se les afea la exhibición de la dicotomía victoria / derrota y, por lo tanto, se convalida. Puede parecer una nimiedad pero no lo es. Se busca afianzar los lazos afectivos y por tanto emocionales con lo que el partido en cuestión representa, o mejor dicho, con lo que han conseguido que sus votantes crean que representa. Hoy la política es, como todo, imagen y representación y por ello se ha recurrido al empleo de distintas técnicas de marketing como las usadas para vender cualquier tipo de producto. Es cada vez más difícil encontrar un llamamiento a las urnas que intente convencer a través del raciocinio, por eso resulta también cada más complicado hacerse con un programa que detalle las medidas que cada partido tiene previsto adoptar si logra hacerse con el poder. Uno añora aquellos tiempos lejanísimos en que se podían coleccionar los textos programáticos porque circulaban casi con la misma profusión que banderolas y pasquines, en los albores de nuestro sistema democrático, cuando lo escrito en un programa iba a misa o costaba votos. ¿Recuerdan aquello de salir de la OTAN?
Cuarenta años va a hacer la actual Constitución y en ese tiempo los partidos políticos y el propio sistema han traído avances sociales y consolidado la integración del país en otros sistemas comunitarios de defensa y comercio. Si bien lo primero es plausible, no está tan claro que se pueda decir lo mismo de esto último, aunque es imposible acertar en el extendido oficio de pronosticar sobre lo no ocurrido.
Lo que sí podemos analizar es qué ha pasado con el sistema de partidos: a qué han tenido que recurrir para financiarse, qué servidumbres han tenido qué prestar por ello, qué ha sido de su independencia respecto a las presiones de los intereses financieros, cómo ha ido creciendo la desafección de la población hacia su funcionamiento, cuál es el perfil medio de un líder político hoy y cuál era cuando esto arrancó, etc, etc. Se podrían anegar poblaciones enteras con la tinta ya empleada en estas reflexiones y la conclusión es siempre la misma: los partidos políticos han degenerado en seudo-empresas que sirven primero a sus propios intereses y después a los ciudadanos. Y nosotros validamos este comportamiento. Lo que ocurre en este país con las leyes de educación, por ejemplo, es una insensatez de tal calibre que nos deja a todos retratados. Utilizo el plural porque no es bueno, ni sano, ni acertado, considerar que son otros los culpables de todo. Porque cuando hay unos que dicen que han ganado las elecciones es que en realidad estamos perdiendo todos.