Manuel Pérez Lourido
Navidad, etcétera
Cuando empiezan a poner turrón a la vista en los supermercados, que cada vez es más temprano, tanto que llegaremos a comerlo en la playa, al salir del agua, hay que darlo todo por perdido. Significa que somos un año más viejos, puesto que eso significan las navidades. Otra cosa es que se las apropien El Corte Inglés y demás contubernios desfoliadores de dinero para hacernos entrar por el último aro del consumo y el gasto gástrico. Al llegar la navidad es casi invierno, hay pocas horas de luz, los árboles que no tienen hojas ya no tienen hojas y la pesadumbre pasea por las calles a sus anchas. Ha dejado de llover, eso sí, porque la estupidez no la conseguimos cambiar, pero lo que es el clima, no lo conoce ni su abuela. Claro que sin la lluvia lo que conseguimos es que la tristeza esté aún más seca. Ni siquiera podemos ocultarla bajo los paraguas. Al llegar la navidad sabemos que ha pasado un año inexorablemente, que es como suelen hacerlo. Hace nada que los buenos propósitos de año nuevo de todos los años nos hacían ojitos a ver si conseguían que los adoptásemos otra vez y nosotros, entre magnánimos y gilipollas, los incluíamos entre nuestra lista de aspavientos de cara a la nueva etapa. Que no era nueva ni leches, solo el bucle de siempre, la aurora boreal de nuestra inconsistencia como seres prepotentes que aparentan comerse el mundo porque han aprendido a cocinar animales y a devorarlos (es imposible que haya tanto marisco en el mundo, tienen que estar clonándolo en laboratorios...).
O sea, que aparece el turrón como por ensalmo y la peña comienza a ponerse nerviosa. De las entrañas de la tierra surge un Black Friday cualquiera, para ir calentando motores (y cabezas). Como aún andamos por ahí en mangas de camisa, el castañero se planta en la Herrería como un filósofo estoico mientras los abrigos abrigan los armarios. Por fin, una ola polar de esas nos saca una sonrisa y los guantes del cajón. Caminamos encogidos hacia las cenas pantagruélicas de colectivos variopintos en los que la vida nos ha apuntado porque pasábamos por allí. Cogemos lotería por la irreprochable y contundente razón de toda la vida: por si acaso.
Y de pronto es la noche del día primero del nuevo año, hace un frío de mil pares de narices y anteayer éramos jóvenes. Es la vida, brindemos.