Kabalcanty
Sobrevivientes (20)
Las gomas del oxigeno y del suero colgaban a un lado de la cama donde yacía el anciano. Su boca, desdentada y abierta, poseía la vehemencia imposible que propicia la muerte. Su tez se cubría de una palidez cérea que parecía crecer en la oscuridad del cuarto; apenas quedaban marcas moradas en su rostro como si la defunción las hubiese asumido ya como suyas y las estuviera agitando en su estandarte en señal de victoria en su mundo ignoto. Su cuerpo enjuto, mermado hasta la saciedad, era una tabla sin apenas relieve bajo las sábanas.
Ruiz estaba de espaldas mirando caer el agua de la noche por la ventana de la habitación. Después de cerrar los ojos a su padre se había colocado allí elucubrando desde una quietud hierática. Miraba el patio destartalado del Hospital Oeste como si su ruina coincidiera con su estado de ánimo. El seto asolado que crecía más allá de su límites, cubriendo el paseo circular y la fuente seca y repleta de hojarasca, ya no permitía ver el arranque del imponente tilo que habitaba el patio. Sus hojas fuertes, quemadas por la llovizna ácida, tenían una tonalidad amarillenta y, abatidas, daban una imagen de desolación que el tronco del árbol, tan negruzco que asemejaba un tizón, le costaba sostener, inclinándose cada cierto tiempo un poco más y amenazando desplomarse sobre las ventanas.
Ruiz, recortándose su alborotada cabellera, rizada y abundante, al débil contraluz de la ventana, dejaba escapar ocasionalmente el nombre de Rosa. Lo pronunciaba con delicadeza, susurrándolo, escudriñando la devastación del jardín como si entre la maleza pudiera hallar una respuesta convincente.
En ese momento entraron ellos, con sus monos blancos y sus mascarillas ergonómicas, portaban una camilla desvencijada en la que reposaba una gran bolsa de plástico opaca.
— Buenas noches -le dijo a Ruiz uno de los tres- Si lo desea puede permanecer en el pasillo hasta que terminemos.
Les observó con cierta inquietud, con la desconfianza que produce quien te habla con la cara cubierta, pero salió de la habitación haciendo varios gestos de asentimiento.
Al fondo del pasillo vio al doctor Amedo hablando con uno de los pocos auxiliares que quedaban en el hospital. Se fue acercando todo lo despacio que pudo para no interrumpir la conversación.
— Precisamente iba a verle, Ruiz -dijo Amedo, echándose el pelo por detrás de las orejas- No hace falta esperar a mañana, le traigo el certificado de defunción.
Le entregó el papel que sacó de uno de los bolsillos de su bata.
Ruiz se lo agradeció con un gesto y se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
— Todavía tendrá que estar un par de días aquí, después podrá regresar a casa.
El médico notó el cariz en el rostro del otro.
— ¿No le ha aliviado la muerte de su padre? Le veo muy cabizbajo.
Ruiz sacudió la cabeza restándole importancia.
— Se me pasará, es algo pasajero.
— Es por ella ¿no?
Amedo se fijó en el entrecejo de Ruiz, en cómo lo fruncía con agudeza.
— Es un problema muy personal, doctor, pero se me pasará.
— Para nada deseo ser indiscreto, pero recuerde que estoy aquí para ayudarle en lo que sea y aunque dentro de un par de días abandone el hospital, sepa que siempre estaré dispuesto a echarle una mano, como amigo también, por supuesto.
Ruiz forzó una sonrisa y se aplastó los rizos pasándose una mano. Le tendió la mano al médico en el instante que le vino algo a la mente.
— Una cosa, doctor: ¿quiénes son esos tipos vestidos de blanco que se encargan de los cadáveres? Parecen salidos de una película de ciencia ficción, casi dan risa o....... miedo.
Amedo sonrió, ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz.
— Bueno, tal vez sean algo exagerados en su indumentaria de protección, llamativos diría yo, pero es lo reglamentario para asegurarse; tratan directamente con los cadáveres de los infectados y toda precaución es poca. Son empleados de la Delegación Regional de Sanidad en la parcela de higiene nuclear que se encargan de ese cometido, la mayoría son voluntarios, creo. Como comprenderá, ante esta pandemia descomunal, se tiene que ser contundente para frenar en lo posible la expansión y llevan los cadáveres a una incineradora para alertas nucleares. La verdad es que sé poco de todo esto, no es mi trabajo, pero comprendo las medidas extremas ante esta situación límite.
— ¿Sepultan los cadáveres en una especie de cementerio nuclear? -preguntó Ruiz, tratando de buscar la mirada baja del médico.
Amedo tardó más de lo esperado en contestar; tosió un par de veces como si se tuviera que aclarar la garganta.
— Supongo que sí, pero ya le digo que no conozco a fondo el protocolo. No se preocupe, su padre ya no está, sólo estamos hablando de un cuerpo infectado e infeccioso........ se supone.
El doctor quiso terminar la conversación y alegó una urgencia en la planta baja.
— Hay que seguir sobreviviendo, Ruiz, recuérdelo.
Dijo antes de despedirse.
Luego se detuvo en el quicio de la puerta del final del pasillo. Miró la espalda de Ruiz alejarse y chasqueó la lengua con disgusto.
Vio cómo se cruzaba en el pasillo con los tres hombres vestidos de blanco y con mascarillas llevando al padre de Ruiz en una camilla embutido en una bolsa velada. Caminaban con firmeza militar, muy aprisa y con rudeza desafectada como si en la camilla llevasen tomates o cajas con tornillos. Pasaron por su lado sin ni siquiera decirle una palabra, ni una mirada dentro de sus herméticas máscaras. Cogieron el ascensor que les bajaría al muelle hospitalario.
Amedo comprendió la incomodidad que le procuraron los individuos a Ruiz. Nunca se había detenido en mirarlos pausadamente, los había visto trajinar en el patio, en el muelle, por los pasillos pero sin prestarles una atención verdadera.
Estuvo un rato más pensando, apoyado tras la puerta del pasillo, y al final se abstrajo comprobando el desorden, la ruina que le rodeaba en el hospital; cajas vacías se amontonaban a su lado junto a sábanas rasgadas, camillas abandonadas, restos de pastillas multicolores, portasueros amontonados, regueros mal limpiados de sangre y ayes que no sabía muy bien de dónde procedían.