Kabalcanty
Sobrevivientes (15)
Vio aparcado el Reanult 5 en el mismo sitio que lo dejó la última vez. Lo observó brillante por el agua, con el parabrisas opaco por la grasienta lluvia, y con tan escasa gasolina como lo recordaba. "Olvídate del coche para siempre, Ramón", se dijo y tiró de los petates para entregárselos a Marina, su mujer.
Ella tiraba de ellos arrastrándolos por el pasadizo mientras él los empujaba desde atrás con el esfuerzo que suponía que se deslizaran por el embarrado suelo. Tapó la entrada con unas ramas, revolviéndose ágil en el angosto cuchitril, y continuó su trabajo. Del techo de la excavación, que hizo él mismo, ayudado por Manuela y Marisa, las mujeres más jóvenes y en mejor estado físico, caían gotas de lluvia que filtraba el terreno. El pasadizo tenía numerosas entibaciones, construidas con la madera de muebles viejos, para evitar el hundimiento, sin embargo Ramón recelaba de la seguridad por la insistente llovizna. Le llevó varios meses dar por terminada la excavación y arrastrar la tierra sobrante y esparcirla por el Parque de la Estación, junto a la vías del tren. Trabajaron por la noche, al amparo de la oscuridad, y las mujeres le ayudaron mucho más de lo que previó afortunadamente. La boca del lado de los inmunizados salía a los antiguos talleres ferroviarios, inutilizados desde hacía años, y que Ramón tan bien conocía pues trabajó en el servicio de ferrocarriles estatal hasta que La Epidhemia paró el trasiego de las máquinas.
Totalmente bañados en sudor, iluminados por un resplandor opalino de una luna oculta tras la negrura de los nubarrones, emergieron por la boca acarreando los petates. Casi agradecieron que la lluvia ácida les mojara al salir mientras se ponían unos impermeables transparentes y unos gorros de escay, y luego colocaron los bultos en una oxidada carretilla que les esperaba oculta tras un seto.
— ¿Estás cansada? -le preguntó Ramón, colocando el último petate.
Marina asintió pero sonriendo, haciendo un ademán para restarle importancia a su fatiga.
— Tenemos que llegar a la casa antes de las primeras luces, eso es lo importante -añadió ella, sujetando la cima de la carga con una mano.- Los demás nos esperan ansiosos, ya sabes.
El hombre dio un empellón a la carretilla y tomó la vereda del parque que bordeaba las vías. Al llegar al puente que atravesaba el carril ferroviario, se detuvo. Rebuscó en uno de los bultos y extrajo dos botes de refresco de naranja.
— Toma -dijo tendiéndole uno de los botes- Creo que nos merecemos un pequeño descanso.
La mujer le sonrió besándole en los labios.
— ¿Sabes que te quiero? -le dijo ella, guiñándole un ojo.
Abrazados, bebieron en silencio unos minutos escudriñando la llovizna bajo el puente y oliendo el fósforo ambiental. A lo lejos, en las primeras edificaciones de la ciudad, retemblaba la luz de algunas hogueras en las ventanas de las casas o al abrigo de los portales y relumbraban lo rojizo de los ladrillos las fachadas húmedas. Se veía a alguien que, raudamente, recorría en bicicleta el asfalto, enfundado en un plástico, y portando algún paquete sobre el manillar y algún auto viejo carraspear su motor inundando el aire de humo azulado. Los motores de los helicópteros se escuchaban detrás de ellos vigilando con sus focos la línea alambrada sin vigilancia física.
— ¿Qué te parece mi trato con el tipo ese de las vacunas? -preguntó él, buscándole la mirada a Marina.
Los ojos verdes de la mujer centelleaban en la oscuridad.
— Pedro... te, me dijiste que se llamaba o se hacía llamar así.
Ramón asintió.
— No me gustó el tipo -dijo- Me pareció una especie de matón de barrio.
La mujer se soltó la coleta y sacudió la cabeza tras despojarse del gorro de escay; su rubia melena mojada calló sobre sus hombros. Puso un gesto de circunstancias antes de añadir: "Lo que verdaderamente me gusta poco es que le ayudes a pasar las vacunas al otro lado, me parece inhumano, cariño".
— Lo hago por Manuela, ya lo sabes, por todos los diecisiete de la casa, por el hijo que nos queda. -contestó el hombre, cogiéndole una mano- Yo les ayudo a pasar al otro lado con las diecinueve cajas de vacunas y ellos nos dan una caja entera para nosotros, son cincuenta vacunas, Marina, cubren de sobra nuestras posibles necesidades.
Ella bajó los ojos un instante y, luego, retornó al rostro de él.
— Sé lo que dices, lo sé -habló ella, apretando su mano con la de él- Estos tiempos nos hacen priorizar de forma amoral, es casi asqueroso... ¡Es repulsivo, leche! Comprendo todo lo que dices y yo haría lo mismo que tú................. pero ayudar a ese Pedrote de esa manera, que quieres que te diga.
— ¿Qué harías?
— No lo sé... -dijo Marina pensativa, mirando las paredes negras del túnel como si tratara de ver alguna señal- Quizás les ayudaría a pasar al otro lado pero intentaría que las vacunas se quedaran en este.
En la última frase evitó los ojos de él y apretó los labios con esa dureza que Ramón tan de sobra conocía.
— Para un hijo de puta no hay nada mejor que otro gran hijo de puta -dijo ella con gravedad y acercándosele más- Pero sé que puede ser muy peligroso y más cómo me pintas a ese tío y cómo podemos imaginarnos que debe ser su socio.
Ramón sintió el cuerpo de ella pegado al suyo a través de los impermeables.
— Ya -contestó lacónicamente el hombre.
Se dieron un beso largo que avivó los deseos de la pareja. Se abrazaron fuertemente mientras sus cuerpos se retorcían casi fundiéndose hasta que Marina, sonriendo y dando un cómico empujón a Ramón, dijo: "¡Fin del penúltimo round!. Continuemos, cariño, nos esperan".
Salieron empujando la carretilla de debajo del puente.