Kabalcanty
Sobrevivientes (14)
Ruiz, en la puerta de la consulta del doctor Amedo, se fijaba en cómo retiraban los cadáveres en camillas por detrás de los portones que daban al exterior. Les llevaban tapados con sábanas pero al intentar salvar el resalto que daba acceso al camarín del montacargas, que les bajaría a la morgue, a algunos se les escurría un brazo rígido y así quedaban hasta que las puertas automáticas se cerraban.
Le sorprendió la aparición a sus espaldas del doctor.
— Perdone, doctor, estaba distraído. -dijo Ruiz volviéndose.
— Son voluntarios que han llegado esta misma semana, apenas nos queda personal sanitario y nos vendrá muy bien su ayuda. -contestó Amedo, haciéndole un ademán para que entrara en la consulta.
— ¿Así llevarán a mi padre al depósito cuando ocurra?
El doctor cruzó la vista un instante y contestó con un "sí" rápido.
— Lo que no me gusta para nada -dijo Amedo con gravedad, deteniéndose a poco de entrar- es que hayas salido del hospital sin mi permiso expreso. No lo vuelvas a hacer, Ruiz, es importante mantener la cuarentena, muy importante ¿entiendes?
— Necesitaba aire, doctor -añadió el otro con pesadumbre.
— No lo vuelvas a hacer -sentenció el médico.
Dentro del cuarto, Rosa se abotonaba la blusa detrás de un biombo blanco; su silueta se recortaba inquieta y sus pies descalzos resaltaban encima del linóleum.
— Le he tomado una muestra de sangre y esperaremos los resultados en un par de horas- dijo el doctor, quitándose las gafas para restregarse los ojos- De todas formas las erupciones en la piel presentan la característica propia de la pandemia.
Ruiz asintió sombrío. Estaba frente al médico y este le señaló una silla al otro lado de su mesa.
Sonó el auricular interno del hospital y Amedo lo cogió con diligencia. Escuchó concentrado para luego dar un par de instrucciones. "Dame unos diez minutos y subo a la tercera planta. Tened listo el aparataje por si es necesario".
Cuando colgó apareció Rosa de detrás del biombo. Arrastró los pies con cansancio para sentarse en otra silla al lado de Ruiz. Se miraron: él sonrió con credulidad mientras ella retiró los ojos seria.
— Bueno, ya has escuchado mi primer diagnóstico -le dijo Amedo a ella- pero siempre es conveniente esperar a la analítica para asegurarnos.
— ¿Puedo irme ya a casa? -preguntó Rosa casi solemne, evitando la mano que le requería Ruiz- Creo que hoy he hecho cosas que en mis cabales no hubiera hecho; creo que he bebido demasiada ginebra.
El médico sopesó a Ruiz que se agitó en la silla escudriñando insistentemente a la mujer.
— Mi opinión -comenzó Amedo- es que deberías quedarte hasta saber los resultados; si la enfermedad está en su estado inicial podrías marcharte y seguir un tratamiento a base de antibióticos que sólo te ocuparía un día a la semana en consulta, pero en caso contrario deberías quedarte ingresada. La Epidhemia, pasada su fase inicial, de la cual puede salirse airoso, es tremendamente activa, en días puede uno empeorar; la febrícula es demasiado intensa, peligrosa.
Rosa frunció los labios y tomó aire.
— ¿Podríamos salir al pasillo unos minutos, doctor? -dijo, poniendo las manos sobre la mesa para incorporarse.
Amedo les hizo un ademán afirmativo escrutando alternativamente a ambos.
— Pero no os adelantéis más allá del pasillo, estáis en zona limpia.
Al salir de la consulta volvieron al barullo de camillas que seguían transitando por el exterior del hospital. Se escuchaba algún lamento ahogado que parecía venir de muy lejos, de unas alturas inconcretas que traía el aire manso a través del hueco de escalera. Dejaron pasar a una enfermera, despeinada y con los ojos hinchados, que llevaba una caja en la que se inscribía un nombre largo y casi impronunciable.
Rosa se volvió hacia él con la misma solemnidad con la que salió de detrás del biombo.
— No puedo seguir, esto es una estupidez y ni tú ni yo somos dos niños ya. -le tenía cogido del antebrazo, el que movía al compás de sus palabras- No tengo que esperar a que analicen mi sangre, estoy contagiada, bien contagiada, lo sé, y lo último que necesito ahora es vivir un amor al que renuncié hace años. Quiero morir, Ruiz, y sólo ha sido la puñetera ginebra la que te ha besado y te ha seguido hasta aquí.
Él trató de hablar en par de ocasiones, pero ella imponía su tono de voz con resolución.
— Siempre nos hemos amado, Rosa, y ahora es el momento...
— Me marcho -dijo tajantemente y separándose de él- Ya no tengo edad para locuras y menos sabiendo que moriré pronto. Dile al doctor que le agradezco su atención. Adiós.
Ruiz se quedó inactivo, escudriñando la espalda de Rosa buscando la salida principal del Hospital Sur. Dejó que desapareciera del todo al final del pasillo y después se apoyó en la pared colindante a la consulta.
Rosa, ya en el exterior del hospital, buscó decidida un colmado donde vendieran alcohol barato. Tenía los ojos arrasados en lágrimas pero no sollozaba, su gesto era tan pétreo como la firmeza por hallar un antro regentado por cualquier oriental usurero. No parecía importarle que la llovizna le mojara el cabello y goteara humeante al filo de su coleta. Necesitaba beber, beber hasta que su cuerpo supiera que a ella la muerte le importaba poco; su cuerpo ya no le pertenecía desde el día del contagio y su espíritu era una esponja reclamando una buena dosis de ginebra asequible.
Tras cruzar una calle, un auto, a gran velocidad, reventó un charco que le empaparon las ropas por la espalda. Tamizada por la lluvia, entró, sacudiéndose la coleta, en una tasca de luz mortecina abarrotada de gente.