Kabalcanty
Sobrevivientes (11)
El alambre de espinos divide la ciudad en dos partes perfectamente delimitadas. Brilla con el agua ácida de la llovizna y ante los coches blindados militares. Desde la zona sur miles de manifestantes, hacinados en varios grupos a lo largo de esa frontera, gritan su protesta exhibiendo pancartas y puños en alto. Algunos lloran de rabia y, presos de su enajenación, se lanzan contra el alambre de espino con la intención de saltar al otro lado; son pocos los que lo hacen, los mismos que caen abatidos por los disparos de los soldados y que desprenden sus compañeros, tironeando sus ropajes mojados entre el alambre, para llevar sus despojos inertes a las cientos de morgues que pueblan la zona sur de la ciudad.
La lluvia mansa cae sobre los impermeables refractarios de los soldados dejando surcos sucios que asemejan marcas de garras que parecen perderse por las perneras de los pantalones de camuflaje. Luces intermitentes, veladas por el sirimiri, parpadeando a lo largo de esa frontera del poder como si fueran faros perdidos en un mar inhóspito que sólo tuvieran la misión de confundir en vez de guiar. Drones y helicópteros sobrevolando la zona acordonada entonando una canción estruendosa de motores y focos localizadores. Se reparten órdenes contundentes cuando los manifestantes se acercan beligerantes a la frontera, voces enérgicas que se pierden entre el clamor de la multitud, voces que atentan contra la vida de cualquiera que se acerque lo suficiente, voces húmedas y con sabor a fósforo.
Los edificios oficiales de la zona norte de la ciudad se han habilitado como puestos volantes para la vacunación. "Los inmunizados", como los llaman los del lado sur, llegan es sus autos de alta gama y descienden para recibir vida desde una jeringuilla, todos se vacunan como prevención porque así lo decretó el gobierno actual desde su nueva sede en el Palacio del Puerto de Sierralta, punto geográfico más al norte de la ciudad.
También hay obreros, catalogados como de tipo A, que escogieron por su valía empresarios afincados en la zona norte. Son un número suficiente para la mano de obra que se precisa en ese lado. Se les vacunó nada más atravesar la frontera agrupándolos con sus familias en el barrio de Las Cantoneras y distribuyéndolos en trabajos según su especialidad. La selección y posterior trasvase de estos obreros se hizo con celeridad, sin que sindicatos y asociaciones laborales tuvieran opción de supervisar y dar visto bueno a la maniobra. Se sabía más por el hueco que dejaron en la zona sur que por el testimonio o la agudeza de cualquier periodista que pudiera haber contado el hecho. Cuando se consideró más que cubiertos los puestos laborales que se necesitarían, se recrudeció la divisoria que separaba a las dos zonas de la ciudad. El gobierno insistía públicamente en la igualdad de todos los ciudadanos en el reparto de las vacunas, sin embargo la realidad era muy otra.
Ramón, en el asiento de su Renault 5, observaba desde lejos, en el final de la calle, el tumulto cotidiano que provocaba la línea del alambre de espinos. Esperaba tamborileando sobre el salpicadero de su viejo coche concentrado en unas cavilaciones que poco se diferenciaban de un día para otro. Se fijaba, ocasionalmente, en la bocamanga gastada de su cazadora que colgaba al lado del volante y aspiraba el olor a sudor sobre sudor que despedían sus ropas mientras las gotas aceitosas discurrían lentas en el parabrisas. Intentó en varias ocasiones conectar con una emisora desde la radio del coche, pero sabía que era inútil; las ondas se aglutinaban imprecisas y sacaban por el receptor gargarismos o silbidos roncos con la excepción de Radio Nacional que emitía continuamente comunicados oficiales o consejos para solventar la situación extrema que vivía la ciudad. Se repetían una y otra vez, en periodos aproximados de una hora, y trataban de amenizarse con pasajes de música clásica.
Ramón consultó la hora en su reloj digital y se fijó en el esquinazo de una calle a su derecha. Todo estaba desierto y tan sólo algún aventurado que, con paso apresurado y con la inquietud a su espalda, caminaba por la acera enfundado en plástico de arriba bajo. En alguna ventana se veía el temblor de alguna fogata o la luz catódica de un televisor. Aunque eran las primeras horas de la tarde, la escasa luminosidad del cielo acerado provocaba una grisura mate a la que ya estaban acostumbrados. El servicio eléctrico era intermitente (había muchos apagones que podían durar horas) y, sobre todo, dificultoso de pagar en una situación donde la mayoría vivía de lo poco que ahorraron antes de La Epidhemia o del hurto o el estraperlo. La vida se había convertido en un pulso diario que no garantizaba la sobrevivencia más allá de la inmediatez. Los sobrevivientes no creían en mañana sino en el ahora.
Supuso que la figura de un hombre robusto, que se detuvo en la esquina y escudriñó hacia varias direcciones, era a quien esperaba. Vio una barba poblada recortándose sobre su perfil y sobresaliendo de la capucha del chubasquero. Desde su sitio, hizo visera con la mano y descubrió el coche aparcado de Ramón. Dio un paso dubitativo para después, estirándose la capucha sobre la frente, ir decidido hacia el automóvil.
Ramón, desde su asiento, le abrió la puerta antes de que llegara.
— Eres Ramón ¿no? -dijo el recién llegado carraspeando antes.
Ramón asintió y le tendió la mano.
— Me llaman Pedrote -dijo con voz grave, desembarazándose de la capucha y estrechando la mano del otro.
Escurriendo desde el chubasquero, goteaba el agua fosfórica dentro del coche con su olor desagradable.
— Creo que los dos tenemos algo que nos vendrá bien a cada uno.
Dijo Pedrote, limpiándose con una mano los restos de lluvia sobre su rostro y soslayando el rictus imperturbable de Ramón.