Kabalcanty
Sobrevivientes (3)
Le pasó un pañuelo de papel húmedo por los labios resecos y obtuvo el fogonazo de su mirada perdida. Temblaba su cuerpo por la fiebre sobre el camastro del hospital castañeándole los dientes a intervalos. La erupción, que asolaba su cuerpo consumido, ya no era de color sanguíneo, según se entreveía en su pijama por la uve que descubría la parte baja del cuello, ahora tenía un tinte oscuro, una sombra negruzca que se perdía bajo la tela. Respiraba agitadamente y sólo abría los ojos como para pedir una clemencia que estuviera en la mano de su hijo.
Dejó en la cama a su padre para acercarse al pasillo del hospital. Desde la habitaciones salían ayes desesperados o estertores que se confundían con el revuelo que subía desde los alrededores del Hospital Sur. Había algunos cadáveres de los infectados en posiciones dantescas (retorcidos con las manos engarfiadas, arrastrándose petrificados por un pasillo que no parecía tener fin) que no habían sido retirados a la morgue por el escaso personal sanitario. El caos era tan fehaciente que la propia habitación de su padre parecía casi un hogar. Los pocos acompañantes sin contagiar, ahora en cuarentena, que como él permanecían dentro del edificio se cruzaban mudos, ausentes, sabedores que el final de vivos y muertos era tan próximo como irreparable. La vida dejaba de tener valor y si todavía creías que existía una oportunidad te bastaba con intentar salir por cualquiera de las puertas del hospital para ser abatido a tiros por la policía.
Se arrimó al cristal de una ventana para escudriñar desde lo alto el exterior. Llovía ligeramente desde un cielo de acero. Corrían algunas personas mientras otros agitaban sus puños en señal de protesta. Se escuchaba alguna detonación desde los puestos de la policía que alborotaba a la muchedumbre y la hacía retroceder.
Cuando se volvió vio la figura encorvada del doctor al final del pasillo camino de los ascensores inutilizados.
— ¡Doctor Amedo! -dijo en alto alzando la mano.
El facultativo se detuvo y esperó paciente a que llegara.
Tenía el cabello largo canoso, pinzado por detrás de las orejas, unos ojos inyectados en sangre y unas ojeras que le colgaban hasta los pómulos. No parecía un hombre mayor como tampoco joven. Sonrió cuando le tendió la mano al que le llamó.
— Me alegro de verle, señor Ruiz.
— Lo mismo digo, doctor. Siempre es agradable charlar con alguien que no ha perdido la esperanza.
El doctor le miró con un gesto divertido y chasqueó la lengua agitando su pelo lacio.
— ¿Alguna novedad positiva? -preguntó Ruiz
— ¿Positiva? -el doctor observó al otro unos instantes- Bueno.......... lo más optimista es que nosotros dos seguimos sin contagiarnos, ¿no es así?
Ruiz afirmó con la cabeza.
— Por lo demás más de lo mismo. Tengo entendido que las cinco vacunas que teníamos asignadas para hoy se han perdido en el mercado negro; han asaltado a la ambulancia y las han robado.
El doctor tenía las manos metidas en su bata llena de lamparones. Al hablar miraba brevemente a su interlocutor para perderse en el vacío que poblaba su cabeza.
— Ni podemos salir ni nos llegan vacunas, ¿no parece nada halagüeño, doctor?
El doctor sonrió de medio lado y puso una mano sobre el hombro de Ruiz.
— Su padre ¿cómo anda?
— No tardará en morir............Creo que me pide con los ojos que le libre de esta tortura.........y soy incapaz.
— Claro, comprendo. Si tengo cualquier novedad, subiré a esta planta para comunicárselo en persona. Sigamos enteros, señor Ruiz, tomémoslo como el único sentido que nos queda.
Puso el pulgar hacia arriba y desapareció escaleras abajo.
Ruiz regresó al pasillo camino de la habitación de su padre.
Pasó por una habitación donde alguien semidesnudo se arrastraba tratando de alcanzar la puerta. Su cuerpo eran pliegues negruzcos, brillantes por la inflamación extrema de la piel, que dejaba un rastro glutinoso tras él. Cuando vislumbró la figura vertical de Ruiz, alzó la mano temblorosa, implorante, a la vez que sus labios dejaban escapar un espumarajo que pretendían ser palabras.
Ruiz titubeó en la puerta del cuarto. Miró a su izquierda y derecha hasta el confín de toda la vorágine que le rodeaba. Después bajó la cabeza y entró.
— Te voy a ayudar, mujer.
Entre el rostro hinchado y desfigurado halló los rasgos de una mujer. Agachado Ruiz, ella le miraba entre la ranura que daba luz a sus ojos. Trató de decirle algo pero de su boca salió una bocanada de sangre que destiló barbilla abajo.
Ruiz se incorporó y fue derecho a coger la almohada del camastro desde donde ella provenía. Los quejidos desgarradores sonaron sordos en sus oídos al ponerla boca arriba sobre el suelo de la habitación. Todo su cuerpo era dolor, todo el Hospital Sur era una aflicción latente en vida o glacial en la mueca de la muerte.
— Ya no más, amiga.
Dijo en su susurro Ruiz al tiempo que cubría el rostro de la mujer con la almohada. Apenas peleó por conseguir el aire que él le prohibía, extendió sus manos a cada lado de su cuerpo y apretó los puños hasta hacer reventar el eritema de varios de sus dedos. Luego cedió y dejó la boca abierta entre el parapeto de sus dientes rojizos.
Ruiz le cerró los ojos y volvió de dejar la almohada en su sitio. Al salir de la habitación no sintió nada que no fuera el hedor a ráfagas que recorría pasillos y habitaciones del hospital.