Kabalcanty
Sobrevivientes (2)
El Hospital Oeste estaba tomado por la policía. Tenían puestos impermeables refractarios para combatir el sirimiri de lluvia ácida que hacía varios días caía sobre la ciudad. Formaban varias columnas de defensa frente al gentío que reclamaba a voz en grito su vacuna contra La Epidhemia. Los sublevados acometían en oleadas el cordón policial siendo repelidos con toda contundencia. Se veía algún cadáver entre unos y otros, heridos que se retorcían sin que nadie les auxiliara y otros, sin protección adecuada, sintiendo el taladro lento del agua radioactiva. Policía y ciudadanos tenían una afinidad común: la inclemencia; por más grave que se hiciera la situación cada uno pensaba en cómo salvar el pellejo. La Epidhemia no había hecho otra cosa que quitar el barniz que cubría a todos.
— Se van a abrasar y los putos policías sin moverse. No conseguirán nada.
Desde la única ventana con vistas al Hospital Oeste, Clemente observaba el tumulto desde el interior del Albergue Social 548. El barracón prefabricado estaba medio destrozado, trastos por el suelo, cables sueltos, cristales, ordenadores destripados, sangre....... configuraban un maremágnum de total descontrol. Un olor a humo agobiante mezclado con sudoración retestinada llenaban el aire de la estancia.
Se escuchó el grito desgarrador de una mujer que fue apagándose lentamente.
— ¿Qué coño hace Pedrote? -dijo K., yendo hacia el lugar del grito.
Al poco se encontró con un tipo gigantesco de rasgos feroces y barba luenga canosa. Se iba abrochando los pantalones y ajustándoselos con una cuerda a la cintura.
— Hombre, poetucho -dijo al ver venir a K.- No me dejaba acabar de follarla y he tenido que cortarle el cuello a la celadora.
K. miró fijamente la sonrisa prepotente y escupió al suelo con rabia.
— Con gentuza como tú hemos llegado a este mundo intratable. ¡Muérete, montón de mierda!
— Pero me corrí en su coño aún después de muerta. Eso lo pueden decir pocos, poetucho. -dijo, carcajeándose en un torrente.
Uno detrás de otro volvieron al salón comedor donde se reunían los otros diez.
Un hombre estaba encaramado en una silla y toqueteando el aparato de televisión en busca de señal. Una visión granulada apareció en el monitor y todos se volvieron a escuchar la voz del comentarista.
" ....Insistimos que la población debe tener la calma necesaria. Habrá vacunas para todos pero con un debido orden. Centros y personal sanitario están desbordados y es muy necesario un razonable comportamiento de todos para que, en breve, la inmunidad llegue a todos los lugares de la ciudad. El comunicado del Ministro de Sanidad, señor Pérez Torres, termina exhortando a los grupúsculos violentos......."
— Los richachos vacunados y a los pobres que nos den por culo -cortó colérico Damián, un hombre delgado de gafitas redondas y pelo largo amarillento.
— ¿Y te extrañas? -dijo K. dando la espalda al televisor- Siempre fue así en todo y ahora que nos jugamos el pescuezo más. ¿Tienes un truja, Pepe?
Le preguntó a un tipo rechoncho que miraba absorto al infinito.
— No, pero ven, sígueme.
Le siguió hasta una puerta que daba a un patio congestionado de mala hierba y olor nauseabundo.
— Me he liado pitos con estos hierbajos y me saben tan cojonudamente como un Winston. -le decía Pepe señalando unos hierbajos pálidos enroscados entre unos botes de conservas. -Se conoce que eso ha chupado el regusto a lo que tuvieran los botes y funciona, K; papel tengo todavía.
K. se echó la cazadora mugrosa por encima del sombrero de paja raido y arrancó un buen puñado de hierbajos. Dentro las deshicieron con las manos y liaron un par de pitillos guardando el resto en una bolsa de plástico que llevaba Pepe.
Volvieron fumando.
— Joder pues sabe a gloria, carajo -dijo K., chasqueando la lengua.
— Pero chitón con decírselo a nadie y si quieren peces que se mojen el culo ¿vale?
Llegaron a la estancia donde se reunían los otros ocho envueltos en un humo apestoso.
— ¿Qué coño fumáis, cagadas de gato o de perro? -dijo con aversión Pedrote, sacudiendo las manos para espantar el humo.
— La verdad es que apesta, chicos -añadió Clemente.
Apuraron los pitillos en el pasillo mientras los otros organizaban la comida.
— Nos quedan pocas provisiones y de bebida aún estamos peor -les dijo a todos Mario, un sudamericano que se encasquetaba una vieja gorra de beisbol de los San Francisco Giants, cuando repartieron la comida en conserva.
— Nos tenemos que organizar y salir de este bujio -dijo Clemente, espantando los dos rizos que le caían sobre la frente.
Todos murmuraron algo ininteligible hasta que Julián, un tipo enjuto al extremo, renegrido y plagado de tatuajes, habló.
— Que hable el poetucho que sabe de todo hasta de situaciones jodidas -dijo, guiñando un ojo a Pedrote- ¿O no?
K. estaba apoyado en el marco de la puerta que daba al pasillo.
— Me importa una mierda que este mundo reviente y si revientan algunos antes y el mundo sigue emponzoñándonos también me vale, -dijo sin fijarse en nadie- pero no me gustaría verme morir lentamente de hambre o carcomido por la epidemia. Apuesto por lo que dice Clemente, organizarnos para salir de aquí y buscarnos la vida. Unidos seremos más fuertes. Ahí afuera puede que perdamos la vida pero de un zarpazo y no aquí viendo cómo nos amojamamos.
Comenzaron a comer sentados en unas sillas desvencijadas. Abajo, a un lado del televisor, en un bidón se requemaba madera del mobiliario del Albergue Social 548.