Kabalcanty
El final de la espera
El cielo estaba encapotado, las montañas lejanas dejaron de verse para rodearlas una tupida gasa cenicienta que dejaba el confín incierto. Volaba algún vencejo, algún alcotán buscando la temperatura agradable de la estación. Soplaba un escaso y tibio viento que se metía entre los intersticios de la torre almenada y alborotaba el polvo ancestral que él pisaba todos los días. A su alrededor la fortaleza era pura ruina: piedras desperdigadas entre las que retoñaba la maleza, pedazos de madera achicharrados por las inclemencias del tiempo y algún que otro objeto ferroso tan oxidado que la tierra que lo acogía aparecía roñosa, embebida en decrepitud. Tan sólo un retazo de la muralla en pie y la torre, a la que se accedía por una escalera de piedra de peldaños desportillados, permanecían en pie resistiendo en envite de los años.
El hombre, todos los días rigurosamente, llegaba con su bicicleta desde la ciudad y subía a la torre almenada y miraba atento la lontananza. Llegaba con las primeras luces y se marchaba cuando el sol se ponía. En silencio vigilaba el extenso erial sin tregua ya que cuando comía, apoyada su fiambrera en el dentado bajo de la almena, también miraba el inmutable páramo. Cuando algún ave, conejo o alimaña surcaba el descampado, él afinaba la vista hasta que comprendía que era sólo un animal buscando sustento en una tierra tan infértil. Pero nunca se desanimaba, reafirmaba su porte en lo alto de la torre, se ajustaba su gorra azul de generosa visera, y volvía a la observación concienzuda. Podría decirse que su existencia estaba entregada a una atención en pos de que algún día pasara algo.
Y aquel día de primavera, con el cielo tan encapotado y el viento escaso y tibio, el hombre vislumbró, para un regocijo que le coloreó las mejillas y le tornó ojiplática la mirada, un coche todoterreno que levantaba una polvareda tras de sí mientras se acercaba por el camino terroso. Atardecía y la luz se perdía presurosa oculta tras la capa nubosa. Se aferró a su atalaya de piedra para seguir la trayectoria del automóvil hasta que le vio detenerse justo al pie de la ruinosa fortaleza.
— ¡Hey, viejo! -dijo un hombre joven que se apeó del vehículo agitando su mano- ¿Este es buen camino para el albergue de Sierra Alta?
Tras de él se bajaron otros dos jóvenes que bebían de una botella que se pasaban.
El hombre les miró desde la altura y negó varias veces con la cabeza.
— ¿Qué te pasa? Eres mudo.
Uno de los hombres que bebían le dijo, señalándole ostensiblemente.
— Subamos -señaló el joven que se bajó primero, el conductor del todoterreno.
Ascendieron con dificultad a la torre, saltando sobre piedras y salvando la vegetación salvaje, mientras daban tragos cortos a la botella y reían comentando cualquier cosa.
— Por fin damos contigo -le dijo uno de ellos al hombre al llegar a la torre.
Él les escudriñó sin mediar palabra, olvidando por un momento su vigilancia.
— Sólo queremos saber si vamos en buen camino para el albergue.
— Y para el único ser vivo que encontramos en este desierto, nos damos en las narices con un viejo loco. -comentó uno de ellos, riendo al tiempo que negaba con la cabeza.
El hombre carraspeó un par de veces, tragó dificultosamente saliva, y le salió una voz grave de tono muy bajo.
— El albergue anda al otro lado de las montañas, por aquí vais mal encaminados.
Al hombre le costaba hablar, se tocó la garganta y tosió un par de veces.
— Dale un tiento, viejo, para que se te pase la carraspera. -dijo el joven conductor acercándole la botella.
Los otros dos jóvenes le miraban con actitud cómica, haciéndose guiños cómplices.
Apenas rozó el líquido su garganta, el hombre comenzó a toser escupiendo y doblado en dos.
— ¡Eh, chicos, parece que al viejo no le va la ginebra! -dijo uno de ellos recogiendo la botella, mientras los otros observaban risueños.- ¿Qué coño haces aquí, viejo loco, mirando este panorama tan deprimente?
El hombre trató de recuperarse y fue a apoyarse contra la almena de la torre.
— Espero que ocurra algo -dijo al fin, limpiándose la boca con el envés de la mano.- Algo tiene que ocurrir; esperé inútilmente durante años en la ciudad y ahora espero aquí. Espero que la vida me traiga su sorpresa.
Los tres jóvenes prorrumpieron en una sonora carcajada.
— Estas fatal, carrozón -dijo uno- Para que pasen las cosas hay que ir a por ellas. La cabeza se te ha hecho un lío con tanta soledad.
— Pero tiene que ocurrir; la vida tiene que tener un sentido que pase por la casualidad que merece el que espera algo singular. Ir significa hacer lo que hace la mayoría, eso ya lo probé y no es convincente.
El hombre iba moldeando su tono de voz como si su garganta, con las palabras, fuera refinándose.
— ¿Sabes lo que te digo? -dijo uno de los jóvenes- Que estas "zumbao" y que estamos perdiendo el tiempo con un viejo "chalao" y, encima, se nos va a hacer de noche. Vámonos, tíos.
— No es locura, es mi última esperanza -añadió el hombre para darles la espalda y seguir con su vigilancia.
— Que te aten, abuelo.
Dos de los jóvenes comenzaron a bajar la escalinata semiderruida y el otro, después de apurar las últimas gotas de ginebra, lanzó la botella contra el hombre con marcado desdén.
— !Viejo loco ocioso!- dijo yéndose.
La botella golpeó al hombre en un costado de la cabeza, le hizo trastabillar a la vez que decía algo inaudible como una especie de quejido con pretensión de frase. Intentó apoyarse en la almena pero sintió un desfallecimiento que le hizo precipitarse al vacío y caer a plomo dejando el eco seco de una rotura fatal. Quedó tendido de bruces entre unos matorrales muy crecidos. Su gorra azul, volando más lenta en su caída, se insertó con la visera entre dos piedras erosionadas.
El todoterreno rugió su motor al arrancar y se perdió velozmente dejando su estela de polvo. Se escucharon brevemente las voces de los jóvenes cantado una melodía popular.