Kabalcanty
El cupón de los ciegos (1ª parte)
Aquel día de verano estábamos en el patio jugando al balón, como casi siempre, Benito, mi primo Ramón y yo; jugábamos los tres bastante mal pero como lo desconocíamos, nos creíamos unos cracs que saldríamos a la luz en cuanto dejásemos los pantalones cortos de niños.
Fue la señora Obdulia la que bajó de su casa agitada. Llamó a la Luisa, golpeando los cristales entre las rejas de la ventana, para pedirle por favor que le sacara al patio un buchito de agua con "una miaja de anís" porque lo que tenía que contarle era de mucha enjundia.
Dejamos de darle patadas al balón y nos quedamos quietos los tres, expectantes, a la sombra de la parra de mis abuelos.
— ¿Pero qué leches le pasa Obdulia que "paece" que "tie" usted azogue? -le dijo la Luisa, removiendo el vaso con una cucharilla.
Tras de ella salió de la casa la señora Carmen, la madre de la Luisa, arrastrando sonoramente sus pies hinchados y vestida con el mandil eterno de rayas verdes y negras.
— Anda, -dijo Obdulia en un hilo de voz, tras dar un sorbito a la "pajarita"- llama a todos los vecinos que jugamos lo de los ciegos de los viernes. Hazme el favor, hija.
— ¿Es algo bueno? -preguntó la Luisa, abriendo mucho los ojos y acercándose a la mujer.
— ¡Ve como una exhalación, puñetas! -dijo Obdulia, repentinamente vivaz.
— ¿Qué pasa con este revuelo? -le señora Carmen achinaba los ojos tras los cristales de culo de vaso de sus lentes.
Se sentó junto a la otra, tomándole una mano, mientras la Luisa se fue rauda a avisar a los vecinos.
— Hosti, tú -murmuró mi primo Ramón con la pelota sujeta bajo su brazo en jarras- se avecina chaparrón y de los gordos.
— Se jodió el partido -añadió Benito- con todos los vecinos por aquí cualquiera da un chute.
— Podemos echar un partido de chapas, así no nos dirán que levantamos polvareda- dije yo, mirándoles de hito en hito.
Mi abuela no tardó mucho en salir al oír el murmullo en el patio.
— ¿A qué viene este guirigay tan de par de mañana?- dijo mi abuela, limpiándose las manos húmedas en el delantal y ajustándose las gafas sobre el caballete de la nariz.
Nos miró de reojo severa, fijándose que teníamos el balón.
— ¡Y vosotros ni se os ocurra jugar a la pelota al lado de la parra! -exclamó, señalándonos con el dedo índice- Tengamos la fiesta en paz.
Ni que decir tiene que nos desplazamos por el patio hasta el remetido que hacia la casa de la señora Hilaria.
— ¡Y no os pongáis al sol, jodios, que os va a dar una insolación! -bramó mi abuela, interesándose por el acontecimiento pero sin quitarnos ojo- Poneos bajo la parra pero sin jugar; contaos cuentos, recoño.
Y, muy diligentes, le hicimos caso, pero sin cuentos.
En menos de un cuarto de hora estaban todos los vecinos alrededor de la señora Obdulia; ella, sentada en uno de los tarugos a guisa de asientos que había por el patio, todavía de la mano de la señora Carmen, suspiraba de vez en cuando mirando al cielo y se mojaba los labios con la bebida.
Salió mi abuelo, que era el único que faltaba, bostezando ruidosamente y rascándose la cabeza.
— ¡Vaya follón que tenéis! -dijo , tratando de comprender.
— Pues esta que nos tiene en vilo con no sé qué coña del cupón. -dijo mi abuela, dándose sonoros golpes en los muslos.
— Anda que si nos ha "tocao" el gordo de los ciegos -dijo riendo el señor Ángel, el carpintero, dando con su hombro al de su mujer.
— ¡Pues que sí! -exclamó, como venida de las profundidades marinas, la señora Obdulia. Hizo un mohín de desmayo e inopinadamente se levantó briosa y gritó con una voz cascada- ¡¡El gordo vecinos!!
Agitaba el cupón de los ciegos, que sacó de entre su escote, y se puso a dar saltitos enfundada en su luto riguroso.
— ¡La madre que la parió, Obdulia! -gritó mi abuela, lanzándose a su cuello y bailoteando en esa danza ritual.
Todo eran abrazos, risas, exclamaciones que alborotaban el patio. Desde algunas ventanas, aquellos vecinos que no jugaban el cupón, asomaban cabezas curiosas y otras, más empáticas, aplaudían sin saber a ciencia cierta el motivo de tal júbilo.
Nosotros seguíamos a la sombra de la parra, aburridos, ajenos en realidad al alborozo de los adultos. Arrancábamos, sin que nos viera mi abuela, pámpanos de la parra y los chupábamos hasta que los tirábamos a los gatos al tejado.
— Y no hemos contado ningún cuento como dijo tu abuela- dijo mi primo, arrugando la cara por el amargor de un pámpano.- Yo me sé uno divertido.
— Anda, cállate, cabezón -le dijo Benito, dándole una toba sobre su pelo duro como el de los caballos, tal y cómo lo definió Serafín, el peluquero sevillano, cuando le estaba cortando el pelo, lo que nos produjo una desenfrenada hilaridad que quedó como una impronta reiterativa entre nosotros.
— Lo mismo traen limonada para celebrar -comenté, escudriñando atónito como mis abuelos se besaban fugazmente en los labios; en mis siete años de vida jamás los había visto acercarse siquiera.
(Continuará)