Kabalcanty
La casona de la vieja Sabiñe (Parte I)
Cuando llegue este escrito a cualquiera que pueda ayudarme seguramente será tarde, demasiado tarde. No sé si habré muerto o qué me habrá deparado la situación extrema en la que me encuentro, pero no pinta de ninguna de las maneras que sea buena. Mi intención, si es como pienso "demasiado tarde", es advertir a los incrédulos que existen cosas que nuestra mente no puede comprender y que nos amenazan desde un paradero que no discernimos y no sabemos con qué malévolos fines. Pero esto lo estoy escribiendo al borde de mi vida y todo tuvo un comienzo que trataré de explicar a continuación.
Este año, tras divorciarme definitivamente, decidí ir a pasar mi vacaciones a un pueblo de la costa norte. Necesitaba soledad y reflexión tras un par de años sumergido en litigios y amenazas de la que ya es mi ex pareja. No hay nada más estresante que estarte enfrentando a la mentira y la descalificación con alguien a la que se supone has querido.
Llegué una tarde de un día de principios de julio a la casita que me alquilaron por Internet. Estaba a las afueras de un pueblo de montaña, metida en un coqueto bosque de abetos que me parecieron los más altos del mundo, y posiblemente no lo fueran pero un urbanita como yo se sorprende con cualquier cosa de la naturaleza. La casa, de dos plantas, estaba escuetamente amueblada pero de manera muy efectiva con lo que deshice mi equipaje y me di una ducha rápida para colocarme mis pantalones bávaros, mi camisa a cuadros, mis botas de trekking e irme a conocer los alrededores. Estaba eufórico y nada mejor que intimar con la naturaleza en busca del solaz que me merecía.
Tomé un camino terroso en pendiente que me acercaba al pueblo. Calculé unos dos o tres kilómetros, según el plano de la zona que descargué en Internet del propio ayuntamiento, entre cantos de pájaros para mí extraños, árboles centenarios y vegetación abundante que rociaba el aire con aromas que me hacían cerrar los ojos y aspirar profundamente. Tenía decidido no fumar ni un sólo cigarrillo en esa especie de relax montañés (fumé hasta la saciedad en esos dos años que duró mi divorcio) y no me llevé nada fumable, por lo que mi primera honda inhalación me trajo una tos que revolvía las flemas en mi pecho.
El pueblo era muy pequeño, apenas diez casas diseminadas en un par de calles, pero pavimentado con esmero y de fachadas lustrosas y acorde con la zona rural. Entré en el único establecimiento público que hallé, una cosa así como un economato de los años sesenta y que también hacía las veces de bar. Había cuatro mesas, dos de ellas ocupadas por lugareños jugando a la baraja, frente a una barra de madera maciza barnizada recientemente.
— Buenas tardes a todos.
Dije al entrar, mirando alrededor mío.
Se escuchó un cohibido murmullo que tomé por respuesta mientras se me soslayaba con indisimulada desconfianza.
Pedí fiambres variados, cerveza fría, leche, unos roscos de anís, pan y un vasito de vino de la región a un hombre cejijunto y hosco que regentaba el negocio tras la barra barnizada.
— ¿Da usted comidas aquí? -aproveché a preguntar, sonriendo.
No tenía intención alguna de cocinar en esos quince días de asueto, tan sólo esas viandas que compré para desayunos, cenas y, quizás, alguna merienda o piscolabis.
— Claro, -dijo el hombre desganado, arrastrando las palabras con dificultad- a partir de la una del mediodía y hasta las ocho de la tarde.
Traté de entablar charla con él, más que nada para conocer lugares visitables en los alrededores, y me presenté, diciéndole también del lugar que había alquilado para estos quince días estivales.
Noté que detenía su corte sobre el queso y me mirara fijamente primero, para después negar con la cabeza sin mediar palabra.
— ¿He dicho algo inconveniente? -pregunté en voz baja, incómodo por su actitud.
Aunque mis palabras fueron tenues para no parecer descortés en mi primer día en el pueblo, el juego se detuvo en las mesas y sentí la saeta de todos los ojos a lo largo de mis espalda.
— Esa es la casa de la vieja Sabiñe -dijo un hombre con la cara muy curtida.
Hubo un silencio que no comprendía. El hombre de la barra dejó a medias el queso y me sirvió el vino con una mano un poco temblona.
— ¿Y? -pregunté sin saber a quién, escudriñando a unos y a otros.
— La vieja Sabiñe desapareció un día y la terminaron dando por muerta; estaba jodidamente loca y siempre trató de embrujar al pueblo...... -dijo el hombre curtido.
— ......Y a to quisque que se acercara por esa puta casona. -remedó otro hombre calvo, haciendo gestos exagerados de aversión.
— .......Sus sobrinos adecentaron la casona para venderla o alquilarla; ellos no querían ni oír hablar de esa casona endemoniada. Váyase, que todavía está a tiempo.
Acabó diciéndome el dueño del bar muy deprisa para luego acabar con el queso, meterme las cosas que le pedí atropelladamente en la bolsa de papel y retirarme el vaso de vino aunque todavía me restaba apurarlo.
Regresé a la casa todavía con luz. Dándole vueltas a las típicas supersticiones de todos los pueblos con el buen humor que debe tener uno en su primer día de vacaciones. "¡En este país hay cosas que jamás cambiarán!", me dije de buen humor, yendo a la cocina con el fin de prepararme un generoso bocadillo para la cena. Abrí una de las cervezas de litro y comprobé que estaba en su punto de fría. Con el vaso en la mano, salí a la puerta de la casa para admirar el atardecer. Me sentía radiante, contento, pleno con ese crepúsculo que rociaba las ramas de los abetos con sus destellos rojizos. Tan absorto estaba que el golpetazo de la puerta al cerrarse de golpe me dio tal susto que hizo que se me cayera el vaso de la mano y se hiciera añicos. Empujé inútilmente la gruesa puerta de madera viendo reflejados en los cristales de la ventana una desbandada de pájaros púrpura que huía graznando del bosque de los abetos.