Kabalcanty
Escritura automática
Me gusta dedicar muchas mañanas a andar por la ciudad sin que nadie me conozca, ser anónimo y que ningún amigo, vecino o conocido sepa de mi discurrir ni de mi vagabundeo. No es que sea alguien famoso, ni siquiera popular en mi barrio, pero mi molesta la sola posibilidad que la casualidad me tope con alguna persona que me enrede en alguna conversación que me distraiga de mis paseos conmigo mismo.
Ando entre la gente como si mi condición no fuese la suya. Les veo hacer y deshacer, hablar y distraer su soledad con casi todo lo que me es ajeno. Les he seguido en su ajetreo, en la urgencia con que se conducen ante el más nimio quehacer, y siempre he hallado decepción. Se apremian y concentran su vehemencia en cosas similares y casi todos (allá en sus adentros, en el meollo remoto donde se concibe o no el sueño) se jactan de ser dispares, creen que lo que hacen es fruto de su personalidad y no dictado inexorablemente por las modas, la clase social o la edad.
Necesito de esta observación particular para poder escribir. Comprender lo que no comprendo en este collage que me arrastra por calles y avenidas de barrios ricos y pobres. Fumo y fumo mientras les escucho y fisgo sus gestos sentado en la terraza o en la barra de un bar o viajando en el suburbano o a pie.
Luego por la tarde o por la noche escribo. Escribo, la mayor parte de las veces, sobre ellos, sobre lo que hacen o imagino que hacen, sobre lo que piensan o ficciono que piensan, sobre lo que sienten o creo que sienten. Llevo tantos años haciéndolo que les he cogido afecto aunque, como dije antes, ni entiendo su forma de actuar ni sus gustos ni sus ganas de impresionar con sus identidades supuestamente heterogéneas. Pero, en honor a la verdad, ¿acaso no me ocurre a mí lo mismo?. ¿Puedo presumir de ser diferente? Supongo que me pasa como a ellos, o sea que pienso que sí, que soy peculiar y que me comporto de manera diferente a todos ellos.
Tal vez por eso dependo tanto de la soledad. Mientras ellos procuran apiñarse en colmenas para no sentirse tan estúpidos y solos, yo opto por lo contrario: hallarme solo y desde mi atalaya despoblada, escudriñarles. No me gusta que se den cuenta de mi vigilancia y si, alguien lo hace, busco otro cuerpo, otra mirada distraída, otra voz, que me llene la hoja en blanco que veré cuando encienda mi ordenador para disponerme a escribir. Sé, por experiencia reconcentrada, que la soledad es dura y que siempre calla cuando la someto a cualquier duda, sin embargo es mi única vía, junto con el absoluto silencio, que encuentro para escribir. Si viviera en el andén de cualquier estación de seguro que escribir sería algo impensable y me hubiera dedicado a la venta ambulante o a ser operario de una cadena industrial.
Siempre se habla de las musas cuando hay escritores de por medio aunque yo prefiero el trabajo diario, la constancia que es, en definitiva, el germen de toda creación. Sin embargo, sí que en mis delirios de solitario empedernido he tenido muchas apariciones que podrían calificarse de numen. Su persistencia ha hecho que, obviamente, tenga cierta turgencia de mujer entre la penumbra del cuarto donde suelo escribir, y que su voz sea suave, leve, y aguda como lo es ese silbido que siempre niega lo que tomamos por silencio absoluto. Aparece cuando le viene en gana y, curiosamente, ha envejecido bastante más que yo. Lo veo en su rostro enjuto, surcado por unas arrugas que desbaratan unos labios que recuerdo tersos y abundantes, en sus senos caídos, en su voz aguda pero ya llena de constantes carrasperas que van y vienen a pesar del énfasis que pone ella para que no se note. Sin duda le tengo un cariño especial a este alguien que me acompaña después de tantos años, que jamás me reprochó nada (nunca, ni cuando borracho maldecía su intuida presencia por la hoja en blanco que me miraba despiadada encima de la mesa) y que vela mi soledad, lo cual debe ser tedioso para cualquiera.
A colación de lo que comentaba antes sobre mis paseos, ella, la musa, hablando más de lo que habitualmente hacía (ella casi siempre permanecía silenciosa aunque expectante, tan sólo el leve soplo de su respiración, así como una corriente de viento que mueve una cortina), me dijo en cierta ocasión.
— ¿Te has preguntado alguna vez qué miras verdaderamente en ellos?
Si he de ser sincero, me molestó su pregunta aquella vez porque me distraía de un escrito que tenía bien encarrilado.
Escudriñé sus formas turbias dentro de la oscuridad de la habitación y levanté una ceja con cierta desaprobación que no llegué a verbalizar.
— Te miras en todos ellos -dijo en una ráfaga de viento que tembló mi papel sobre la mesa- Te inventas una aclaración que te aleje de tu absurdo, de su incoherencia. Esa será siempre tu obsesión.
Me quité las gafas más interesado en sus palabras de aire.
— Escribo para explicarme, entonces.
Se enroscó sobre sí misma y giró su cabeza trescientos sesenta grados para colocarla a su espalda.
— Y nunca te explicarás.
Se esfumó y no apareció hasta pasados tres o cuatro meses.