Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (34)
El Sábado de Gloria el gobierno convocaba un pleno extraordinario en el Congreso con el fin de consolidar la democracia. Hablarían los miembros del gobierno para tratar de dar tranquilidad a la desconfianza generada tras los altercados militares en Madrid y en Ceuta ensalzando los valores democráticos. La oposición, enardecida tras las declaraciones del exiliado rey en Londres Felipe VI en el periódico ABC exigiendo elecciones anticipadas "por exigencia expresa del pueblo español", no asistiría al pleno y desafiaba al gobierno con convocar una manifestación en la Puerta del Sol apoyando las palabras del monarca exiliado. La tensión marcaba una Semana Santa repleta de altercados y vigilada concienzudamente.
Eso mismo escuchaba K. ese sábado en el canal "24 horas" de la televisión desde la cama del hospital. Estaba semitumbado, apoyado en el cabecero con la almohada doblada y uno de los brazos doblado tapándole los ojos. Tenía puesto el pijama azul claro de los enfermos ingresados y el sombrero ladeado por el contacto con el cabecero.
El día anterior, el viernes, recogió de la biblioteca del hospital la novela de Albert Camus "El extranjero" para seguir el rito que, invariablemente, cumplía todos los años. Así entretuvo la tarde. Por la mañana habló por teléfono con Baldomero y con Nicanor que le dieron noticias sobre Leo, la chica negra.
— Nada, aburrimiento por un tubo -le dijo Baldomero- Metido en tu troncomóvil hasta las nueve de la noche para ver cómo se morrean la chica y el maromo en diferentes bancos del barrio. De lujo. ¡Manda güevos que a mi edad me las vea así! ¡Me cago en mi puta vida!
Sobre las diez de la mañana de ese sábado entró a la habitación la auxiliar y tras ella Blanca, la enfermera de planta de mañana.
K. se sentó dificultosamente sobre el borde de la cama para que la auxiliar tuviera más facilidades en tomarle la tensión y colocarle el termómetro. K. controlaba de soslayo cómo Blanca tomaba unas notas sobre una tablet mirándole la costura de las bragas bajo el impoluto uniforme blanco. Ella levantó los ojos y le vio, pero se hizo la distraída sacando un pedacito de lengua entre los labios, así como si pensara algo detenidamente.
— Déjalo, María, que yo termino con Juan; tengo que revisarle los kinesiotapes. Sigue por las demás habitaciones, por favor -dijo la enfermera. Tenía una voz grave que se desmoronaba con la calidez de su mirada.
Blanca y K. tenían una complicidad especial desde el primer día que se conocieron en la habitación del hospital 12 de octubre. Aunque nada se decían de ese magnetismo que le atrapaba, sus miradas y sus palabras escapaban más allá de sus actos. Era natural de Asturias que, recién casada, vino a Madrid por el traslado laboral de su marido. Poco después aprobó las oposiciones para enfermería de la Seguridad Social. Se divorció más tarde, según le contó a K. de pasada, y tenía dos hijos, ya independizados, a los que adoraba. Era una mujer madura de rasgos duros, esculpidos por los avatares de la vida, y, sin embargo, al tiempo gratos a la vista que le daban un aspecto oriental repleto de misterio. Tenía unos ojos color miel, el pelo teñido de rubio, recogido en una coleta, y unos labios carnosos que solían quedarse entreabiertos cuando escuchaba.
— Me largo, Blanca. -le dijo K. cuando se acercó a comprobarle los kinesiotapes- Afuera tengo que hacer mucho.
Ella le miró entre sorprendida y apenada, unas palabras que no le salieron y que tragó frunciendo mucho los labios.
— Tendrás que pedir el alta voluntaria -contestó ella tajante, tratando de seguir con su labor- Pero te advierto que esto todavía no está curado.
K. se incorporó y la besó en los labios fugazmente. Las siluetas de ambos permanecieron detenidas como en un limbo terrenal. Luego se fueron acercando y se besaron largamente. Desde la ventana del cuarto, los tímidos rayos del sol de abril agrandaban las sombras de sus cabezas en armónico movimiento.
Más tarde vino Blanca con una bolsa con la indumentaria que le pidió K.: un traje quirúrgico completo incluso con el copete verde. "Ahí fuera tienen que estar vigilando la bofia o quien sea.", le dijo K. para convencerla.
K. se vistió trabajosamente en el servicio: acoplando su cuerpo dolorido a las posturas. Ella tuvo que aguantar una carcajada cuando le vio salir de esa guisa. "Parece que te has escapado de un carnaval, leñe.", le confesó meneando la cabeza y sonriente.
Metió sus ropas y su sombrero en una bolsa de plástico blanca con el emblema del hospital y la miró a los ojos.
— Me das tu teléfono -dijo él, ya junto a la puerta de la habitación- Me gustaría volver a verte.
— No, no te lo doy...... -contestó ella, sacando en el intervalo esa pizca de lengua- Si de verdad te intereso sabes dónde trabajo y el turno que tengo. No te metas en líos, por favor. Y cuídate......K.
Le tomó por el brazo y le besó los labios con determinación.
— Un último favor: me podrías dejar diez euros, estoy boquerón -añadió K., pasándose la uve de los dedos a los lados de la la nariz- Me han tenido que vaciar la cartera con este follón hospitalario.
Blanca suspiró, mirando por encima de la cabeza del hombre, y le dio un billete de veinte euros.
— Con diez tiro -dijo K., pero la enfermera le empujó delicadamente hacia el pasillo.
Lo primero que hizo K. en la calle fue comprar tabaco en el kiosco de prensa de al lado de la estación de metro. Con la primera calada cerró los ojos extasiado, pero le sobrevino un acceso de tos que le resintió todo su dolorido cuerpo. Se examinó el cardenal de la cintura y se bajó la goma del pantalón del uniforme para que no le rozara. Dio otra chupada al pitillo y su cuerpo lo encajó con resignación. Intentó llamar a Baldomero para decirle le buena nueva pero el móvil estaba sin batería. Observó el cielo, raso y del azul sucio de costumbre, y se encontró con un dron sobrevolando la Glorieta de Málaga. Hizo un gesto de extrañeza que le duró segundos escasos al comprobar el despliegue de tanquetas policiales que custodiaban el acceso y salida sur de la capital. Frente a él, en la misma boca del metro, cuatro guardias civiles, metralleta en ristre, vigilaban el trasiego de pasajeros. Sintió un escalofrío bajo el uniforme quirúrgico y, sin pensárselo más, echo a andar con brío hacia la calle Eduardo Barreiros, dejando de lado la idea de coger el metro tan pronto. A mitad de la calle, se puso la cazadora vieja marrón y se quitó el casquete que le cubría la cabeza para ponerse el sombrero. Llegó a la Avenida de los Poblados y buscó un bar donde cambiarse y tomar algo. Lo primero que encontró fue la cafetería "La Exquinita" casi de frente.
— Una jarra de cerveza y un bocadillo de tortilla de patatas.
Le dijo al camarero desde el otro lado de la barra. Luego se marchó al servicio para quitarse el "carnaval" de encima.