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El asesoramiento fiscal: una profesión de (creciente) riesgo
Una vez superada la “campaña del Impuesto sobre Sociedades” con la que finiquita la recta final del “maratón tributario” que se inicia en mayo, parece momento oportuno de hablar de nosotros, los asesores fiscales.
Esta bitácora, en más de una ocasión, se ha hecho eco de las peculiaridades del ejercicio del asesoramiento fiscal en España que, entre otros males, sufre la ausencia total de regulación que -no puede ser de otro modo- aboca así a un “todo vale” en el que, al final, no es sino el propio contribuyente (alias “el cliente”) el que sufre en su bolsillo (y, sobre todo, en sus dolores de cabeza y sus noches insomnes) los deslices de aquellos que no tienen los conocimientos mínimos suficientes -y, además, acreditados- para desempeñar una compleja tarea, que el tiempo ha ido demostrando, que implica asumir una elevada responsabilidad.
En lo que respecta a la formación, no puedo más que hacerme eco de las acertadas reflexiones que recientemente volcaba mi buen amigo Esaú Alarcón en su periódica tribuna: “Cuando me paro a contemplar” donde afirmaba que “esa desregulación, que puede generar desconfianza al contribuyente profano, tiene una teóricamente sencilla solución: configurar un estatuto del sector profesional (…). En ese ámbito, el modelo estadounidense nos puede servir de comparación válida, pues en dicho país se discrimina positivamente al asesoramiento fiscal más especializado que, resultando mucho más caro, da un marchamo frente al IRS -la administración tributaria americana- de buena fe en la actuación del contribuyente. De esta manera, el sistema ganaría en confianza desde diversos puntos de vista y la profesión no resultaría tan vilipendiada porque unos pocos, sea por ignorancia o por mala fe, cooperen en la comisión de fraudes fiscales” (El Economista, 8/7/2016).
Con todo, en esta ocasión no era tanto de esto de lo que quería hablarles sino de otra circunstancia -tan actual como preocupante- que está evidenciando la innata peligrosidad que entraña el ejercicio de esta profesión, incluso en aquellos casos en los que se cuente con la disposición de medios materiales y humanos, así como con el indispensable “know-how” para desempeñar la responsable y comprometida tarea que los clientes nos demandan.
Veamos, en su día ya hubo algún precedente preocupante como fue el de aquella sentencia del Tribunal Supremo de 19/5/2010 que condenó a un asesor fiscal a sufragar un elevado porcentaje de la cuantía que la Agencia Tributaria le reclamaba a un contribuyente (al que, pese a todo, la propia sentencia le atribuía una conducta “culposa”) pues aquel “no comprobaba si las facturas que le hacía llegar la actora donde ya venían calificadas las operaciones con arreglo al “régimen especial de bienes usados” o al régimen general del “Impuesto sobre el Valor Añadido”, se ajustaban o no a los requisitos de la normativa fiscal correspondiente, de modo que, por las instrucciones que se dice le habían impartido, confiaba en que venían correctamente calificada”.