Bernardo Sartier
Rivas, "La Bestia" de Adrián
Un día llegué a la tertulia de mala uva y empecé a cagarme en la leche (No se dirige un centro de cuatrocientas personas sin que le quede a uno algún vestigio autoritario). Llevaba un par de minutos soltando una retahíla de tacos cuando note a mi izquierda una presencia diminuta. Paradiña. Giro de cabeza y un peque, cuatro años de ojos azules y vitales que, mirándome con extraordinaria calma dice "usted está diciendo palabras feas, señor". Coño. El niño de Adrián convertido en preceptor. Le cogí le cabecita y le dije "tienes razón, mi rey, nunca hables como yo". Luego, ya calmado dije "veis, tengo algo de Rivas Fontán". El carácter, o sea.
Una de las cosas que más admiro de Adrián es como ejerce su paternidad. Lleva a sus hijos a todas partes, como un koala. Y me consta que alguna oferta de trabajo ha rechazado, recientemente, para poder pasar más tiempo con ellos. A mi hija no puedo llevarla a las tertulias. Al ser hiperactiva, como su padre, acabaría jugando encima de Cota. O dándole un punteirazo a Lourido en el menisco que tiene jodido.
Adrián escribía crónica política y yo lo notaba un poco institucional. Luego, en las contras de los viernes se desmelenaba y sorprendía por la frescura de su estilo, mensaje fluido y sincrético en la mejor línea "jaboiana". La columna que dedicó a Tere Casal, por ejemplo, debería utilizarse en las facultades de periodismo como lección de maridaje entre información y opinión, que por mucho que algunos pretendan incompatibles, pueden perfectamente amistarse como ya demostró Alvite cuando en La Voz, en los ochenta, hacía crónica de sucesos. Alvite convertía la casquería en un poema gótico.
Adrián ha escrito una barbaridad de libro sobre Rivas Fontán que ningún pontevedrés debe perderse. Se ha ganado, como las nacionalidades que se obtienen por mérito, carta de nativo de Pontevedra, algo que no es ni bueno ni malo (o que si es algo, es ambas cosas a la vez) porque Adrián, algunos lustros aquí, va aprendiendo pontevedresismo y matizando su visión idílica de la Boa Vila, porque Pontevedra, que es una delicia para vivir, lo es también para "funeralizarte".
Ciudad hermosamente cainita, Pontevedra te ama con un punto de envidia, te alaba celosamente o te acuchilla el bajo vientre mientras te susurra que te quiere.
El libro, perfecto de sintaxis, irreprochable en agilidad narrativa y fácil de leer, muy del estilo anglosajón, lo comencé el viernes y lo concluí el domingo. Trescientas veintinueve páginas de entretenimiento. En la orejera, en la bañera, en la terraza del Don Gregorio, en Vigo, bajo el toldo y oyendo la lluvia me acompañó el fin de semana. Sicofante ameno, un procurador de memoria y vicisitudes. Incluso un refresco de recuerdos propios.
Escribir unas memorias políticas y vitales de modo tan objetivo, situándose al margen de cualquier tipo de complicidad con el protagonista no es tarea fácil, y en la dificultad es donde se enseñorea el Adrián vocacional del relato, periodista de raza que se limita, con pulcritud de notario, a dar fe de lo que Rivas cuenta. Sin tomar partido. Sin juzgar aunque sin dejar de sorprenderse en ocasiones. Adrián estructura el relato intercalando impecablemente los flashback del ex alcalde.
El show de Adrián en "Solo Rivas Fontán" comienza con sus tapas, preciosa foto en grises y negros. La edición es de coleccionista. El subtítulo, "Memorias de un político lejos del rebaño" perfectamente podría haber sido "Memorias de un político contra el rebaño". O mejor, "a hostia limpia con el rebaño", porque Rivas, si algo no fue, es una oveja. Rivas fue un lobishome, un licántropo que no necesitó disfrazarse con piel de cordero.
Para quien ame los libros -y yo los amo tanto como amo a mi perro o a mi hija y con la misma intensidad con que odio twitter, Facebook y la estupidez-, el de Adrián debe figurar, en lugar prominente, en el anaquel de temática pontevedresa.
Ahora bien. Si yo hubiese escrito el libro lo hubiera titulado "Rivas la Bestia", o "El Caníbal" o "El Animal", porque eso fue Pepe, una bestia política que acumuló tantos defectos como virtudes, tantas fobias como filias y, en mi consideración, más méritos que deméritos. Y eso, amigos, solo está al alcance de los grandes, de los que repudian la mediocridad. Sus recuerdos son, claro, subjetivísimos, parciales, pero componen un fresco de una sinceridad arrebatadora.
Adrián facilita a Rivas el bisturí para que Pepiño da Gándara, su alias, su mote cariñoso y enxebre nos abra en canal una vida recordada, una existencia que dio para mucho. Por ejemplo para sentarse al calor de la butaca, en la retirada bélica, y jugar a recordar confesándose a uno mismo que sí, que ha vivido, y, por qué no, que también ha jodido al prójimo un poco, porque en política eso resulta tan inexcusablemente inevitable como necesario, que ya se sabe que "na terra dos lobos…".
José Ingenieros, filósofo, autor del mejor manual sobre el hombre mediocre expediría a Rivas y a Adrián una certificación negativa de mediocridad.
Decía yo antes que memorias subjetivísimas. Sí. Porque Rivas reprocha las putadas de que fue objeto pero, amnésico ocasional, no sé si voluntario o no, olvida reprocharse aquellas que infligió al entorno (Cachapanda, el de la huelga de basuras de la CNT al que defenestra en una vendetta que parece sacada de una película de sicilianos, página 90. Cachapanda es un ejemplo de honestidad de Rivas, que reconoce la cabronada que le hizo. Aunque tuviera sus motivos). O como cuando cava la tumba de Fortes y se pregunta qué otra cosa podía hacer. Entonces recordamos que el propio Rivas cuenta que Víctor Moro renunció a ir en una lista en solidaridad con él, defenestrado por una cacicada de partido. Ese comportamiento de Víctor Moro perfectamente pudo servirle de guía en la relación con Fortes. Luces y sombras.
¿Parciales, las memorias? Claro. Así ha de ser. Porque el relator está obligado a no relegar la primera persona y, además, porque uno es siempre el más grande héroe de su propia vida. Por ejemplo. Rivas pinta a Eladio Portela como un conspirador, un maniobrero poniendo palos en la rueda de su gestión. Admite matices esto. Mi opinión es que lo ocurrido no trascendió el choque de egos. Uno, el de Rivas, arrogante, valiente y frontal, un peito de lobo votado pa diante; el de Eladio, un ego apostado, vigilante, tacticista. La política, al fin y al cabo.
Digo esto porque Eladio, paseando por Area de Bon, Beluso, donde tenía un chalet, le soltó a mi padre, un día de verano de los ochenta lo que sigue: "Sartier, hay síndrome de Portela". Y mi viejo, conmocionado por aquella expresión que reflejaba el alto concepto que de sí mismo tenía Eladio, capaz de comparar su personalidad política con la colza, vino rápido a mí, universitario ya, para contarme la anécdota. Mi padre decía de Eladio que era un gran tipo, que él lo conocía de la Diputación y podía jurarlo. Aquella frase de Portela, al que Rivas viene a calificar en el libro como de omnipotente deidad asfáltica (Federico Cifuentes soñó una vez con que lo asfaltaba), aquella frase, decía, hizo nacer en mí el gusanillo del columnismo amateur.
No se corta Rivas. Y ajusta cuentas. En la página 90 tilda a Novoa de "estiradillo"; vamos a ver, Pepe. En parte sí. Yo dejaría a César Novoa en guapo, un guapo de ojos azules con una virtud fundamental para triunfar en la vida económica pontevedresa: su buen gusto para elegir las corbatas. Y sí. Podemos decir que César ejercía de élite avanzando por Cobián Rofignac al estilo Jay Gatsby, pero inofensivamente. De no matar una mosca. Más hombre de empresa que otra cosa; incluso creo que espectador desdeñoso de la política, a la que consideraba una actividad prosaica, irritantemente plebeya.
Hay en el libro apuntes que dan idea de la llaneza de Rivas, de la sinceridad expresiva de su relato, como cuando cuenta, en la página 102, que su mujer, en el 66, iba al lavadero de Salgueiriños a hacer la colada (esto mismo lo ocultará, por poco glamuroso, alguna familia pontevedresa que también aclaraba sus zurraspas de ese xeito).
El libro tiene anécdotas de enjundia, de un poso socarrón infrecuente. Por ejemplo en la página 67, donde un gerifalte de Madrid dice a Rivas, que había ido a sacudir el árbol para que cayesen pesetas, "a ver si aprendéis de los catalanes". Ellos, primero se llevan el dinero y luego discuten. Vosotros, los gallegos, primero discutís. Y luego, si os ponéis de acuerdo, pedís el dinero que ya se han llevado los catalanes". Rivas "La Bestia" haciendo alarde de egotismo, de una egolatría política solo al alcance de los mejores.
En la página 105, cuando lo del abastecimiento de agua. Una placa recuerda a Antolín Sánchez Presedo y a Fernando González Laxe, mandarines a la sazón de la Xunta. La placa se olvida de él. ¿Cómo? Imperdonable. El reproche amargo de Rivas es digno de figurar en los manuales del buen ególatra: "no me mencionaba la placa, cuando habían sido mi lucha y mi habilidad las que lo habían conseguido". Lo de "Mi lucha" suena un poco hitleriano. Pero es verdad. El mérito era de él y él no nació para falso modesto. ¿Qué coño hacían esos arribistas llevándose las flores que le pertenecían? Además, seamos francos. El mundo jamás lo han movido los carentes de ego, ni los falsos humildes, que son unos perfectos imbéciles.
En las páginas del libro también aflora el Rivas paladín, aunque sea un paladín a beneficio de inventario, un quijote disforzado al que descubrimos en la página 124: le daba por saco el ambiente del Casino. Por saco, sí. Pero nunca renunció a ir. Sus hijas no se pusieron allí de largo, contraataca, pero esto no es trascendente. Lo importante es que a él sí lo puso de largo el Casino haciéndolo entrar por la correa del smoking. En fin, tampoco va uno de buen gusto al hospital y a veces resulta inevitable.
Rivas detracta a Pereira Cordido, que tendría todos los defectos del mundo (yo sé uno: construyó un hangar en "Príncipe Felipe" en el que solo aterrizaron niños) pero que dejó una frase digna de figurar con letras de oro en los anales de la política pontevedresa y gallega. Fue aquella de cuando mandó la cosa pública al carallo: "me voy del partido porque me avergüenzan sus dirigentes". Y esto en época de Cuiña, que había que echarle huevos porque el brazo de Cuiña era muy largo.
En la página 162 habla de Gadea, el que se opuso a la construcción del Cuartel de la Guardia Civil en Monte Carrasco. Dice de él que desapareció. No exactamente. En el 91 lo defendí yo. Lo acusaban de apropiación indebida por siete partidas contables. En Colón lo condenaron pero recurrí y la Audiencia Provincial lo absolvió. Pilar Fariña me entrevistó para el "Correo Gallego" y aproveché para reivindicar el turno de oficio. Porque a Gadea lo defendí así. No desapareció. Estaba en Vigo, creo.
La página 242 recoge una de las anécdotas más divertidas del libro. Señora de Marín que en una fiesta electoral le llama cambia chaquetas; Rivas le dice que la chaqueta sí se la cambió, pero los pantalones no porque le sirven para sujetarse los cojones. Adrián reputa esta contestación grosera. Para nada. Legítima defensa. Simple legítima defensa, Adrián. Porque la grosería es inicialmente de la señora que desata el vendaval de Pepiño da Gándara.
O diciéndole -Rivas- a una representante vecinal, brillante columnista ocasional, que le quite las manos de los hombros, cabreado con ella porque le había pasado algo al Fiscal y Rivas cuenta que ella creía que él no se había enterado de esa delación.
Pepe Rivas, genio y figura, Jekill y Hyde al que, en ocasiones, se le escapa un prurito elitista, esa concepción de la política como tarea elevadísima. Vean. Reprocha que sus opositores le querían cobrando en la alcaldía como lo que era, o sea un maestro, y Rivas lo reputa de ofensivo; ¿por qué? nada de ofensivo hay en ello.
O el Pepe Rivas, me atrevo a decir que sumiso, de la página 282, donde reproduce la carta que dirige a Fraga y de la que conserva copia. Hay en esa misiva algo de gregarismo, de subordinación jerárquica atávica, un tono excesivamente respetuoso y como de instancia a la superioridad; curioso en alguien que se pasó la vida pública ofreciendo, metafóricamente hablando, unas hostias a todo el que -creía él- se le oponía injustamente. Seguramente Fraga imponía mucho. Puede pensarse, por quien lea las memorias, que Rivas roza la delación en el asunto de los dosieres. Y puede pensarse legítimamente aunque él solo creyese combatir en igualdad de armas.
También hay un Rivas más tradicional. El que considera la consagración del pan y el vino como el acto trascendente de la liturgia católica. Creo que un personaje de su envergadura política merece la militancia en la causa del agnosticismo. Una mujer que le pregunta por qué no comulga (como si fuera una obligación) y Rivas que contesta "por respeto". E ahí la gran virtud del libro. Un acto de sinceridad agresiva e intensa, subjetivísima pero honesta.
Es evidente que hay muchas cosas que otros no contarían, por pudor o por simple ocultación de lo que no fue más que estrategia política y que, él mismo lo reconoce, pudo deslizarse, en ocasiones, a lo moralmente discutible.
Acabo de leer una cosa muy mala de los Reverte sobre la matanza de Atocha y el libro de Adrián me reconcilió con la lectura. Tenemos entre nosotros a un biógrafo de primer nivel que no solo no tiene nada que envidiar a los foráneos encumbrados sino que les da sopas con honda. Y además otro mérito. Es frecuente comenzar las biografías con los ancestros, que si el tatarabuelo tal, que si el bisabuelo cual. Resulta aburridísimo. Un acierto haber prescindido de introducir una enciclopedia con la antecedencia genómica familiar. Como acierto es empezar con el 23-F, enganche efectista.
En el relato objetivo, en la fluidez narrativa, en la capacidad de entretener, Adrián Rodríguez disfruta y nos hace disfrutar describiendo a una zoom politikón y la época que le tocó vivir. De agradecer el ejercicio de sinceridad de Rivas. Y la capacidad narrativa y sintética de Adrián que nos describe de modo realista la política. Esa noble (¿) actividad cuyo ejercicio demuestra que, a veces, la única diferencia entre niños y adultos es el precio de los juguetes.
No se lo pierdan. El libro es una delicia. Parabens, Adri.