Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #14 El cuaderno de bitácora
(1898 DC, de Cuba a Vigo)
El viaje con destino a la siempre valerosa no está siendo más terrible que el hambre y las enfermedades que cada día se llevan alguna vida. Muchos son ya los que nos han dejado, y por cuestiones de salubridad, el capitán ha ordenado tirar los cuerpos por la borda.
El alma se desprende hasta lo más profundo de los infiernos y la tristeza aflige con mano de hierro nuestros corazones. Pero no podemos sino obedecer sin rechistar. Sin mayor ceremonia que alguna que otra lágrima derramándose en silencio. No nos queda ánimo ni fuerza para más. Mil peligros acechan constantemente.
Nuestra tarea es penosa. Un incesante gotear de cadáveres arrojados a la negrura de las aguas. Un chapoteo cruel en dirección a las misteriosas simas abisales. A la corrupción de la sal. Y aunque los remordimientos torturen nuestras almas, Dios sabe que ninguno deja de alegrarse, pues el pan es escaso y todavía lo es más el agua potable. No hay palabras en nuestra colaboración mutua. No son necesarias. Solo miradas tan diáfanas como la verdad que no logran esconder. Y si acaso, también algún que otro gesto fugaz apenas esbozado en las sombras de nuestros rostros. No son más que intentos vanos por fingir una sonrisa. Por calmar nuestro espíritu. La mayor parte del tiempo no despegamos la mirada de las tablas de suelo y nos refugiamos en el silencio y en las tareas que se nos encomiendan.
Tras días a lomos de gigantescas olas, cegados nuestros ojos por los intensos rayos surgidos del inflamado cielo, escalofriantes los truenos que semejaban despedazar el casco con su cólera, y furiosos los vientos cuya intención era la de arrojarnos a la perdición de la mar, por fin hemos visto la calma. Y no ha sido necesaria esta vez la tarea de deshacernos de los fallecidos, ya que más de la mitad de la tripulación se ha esfumado sin dejar rastro.
Días enteros de tranquilidad. Ni una sola palabra que interrumpa el suave rumor de las olas, ni las delicadas y frías caricias del viento sobre las velas. Nuestro ritmo es lento, pero agradable. Avanzamos directos hacia nuestro destino, sea cual sea. En cuanto a mí, no he querido salir del camarote. Tampoco ha solicitado nadie mis servicios. Tanto mejor. El mar sigue en calma.
Esta mañana me he descubierto entre un cúmulo de embarcaciones. Siluetas oscuras que parecen observarnos a nuestro alrededor. Arribamos en algún puerto desconocido, y solo los lastimeros quejidos de los cabos y el chapotear de algún pez nos dan la bienvenida. Corrí feliz a cubierta sin encontrarme con ningún compañero. Y aquí me hallo. Tampoco el capitán se perfila en lo alto del puente de mando. ¿Dónde está todo el mundo? Nadie ha salido para recibirnos, así como ninguna es la luz que nos ha guiado hasta aquí. ¿Dónde estamos en realidad?
Soy el único superviviente desde hace muchos días. Ahora lo sé. El barco parece haberse gobernado a sí mismo hasta este extraño puerto. El chirrido de las cadenas me dice que ha echado el ancla. ¿Quién queda a bordo y por qué no responde a mis llamadas? Empiezo a pensar que alguna fuerza sobrenatural me acompaña. Ahora, la carabela se balancea al compás de la corriente marina. Y yo con ella. Como una siniestra pareja de baile a la que soy incapaz de abandonar.
No queda comida ni bebida. Tampoco siento necesidad de alimento. Me he aventurado a salir a cubierta por segunda vez desde que me di cuenta de que algo me retenía en mi camarote. ¿Qué es ese peso sobre mis hombros? ¿Ese tintineo siniestro cuya localización me es imposible determinar? Observo con ojos llorosos la montaña a lo lejos, majestuosa como un titán con los brazos abiertos. Como un juez hecho de tierra y madera, que con sus viviendas escalonadas semiocultas entre los bosques, exhala su aliento sobre el pueblo. Un aliento que no es sino la bruma que, como dotada de vida propia, se empeña en envolverlo todo. ¿Se erige todavía San Sebastián en lo alto? ¿Existe reguardo entre las poderosas fortificaciones de su castillo? Tal cosa se nos aseguraba en la isla, a los lisiados y a los heridos, justo antes de partir rumbo a casa. Habíamos pagado el billete con nuestra sangre, después de todo, con nuestro valor y con nuestra entrega al imperio de España. Pero, al parecer, no era suficiente. Todavía no.
Es Vigo donde me hallo. El siempre fiel destino que nos acoge sin preguntar. ¿Dónde sino? He llamado a voces por todo el barco. Por los camarotes y el puente. Nadie responde. Y de nuevo me he entregado a la observación del paisaje. El intenso picor de mis ojos me impide enfocar la imagen como es debido, aunque puedo asegurar que la negrura de la cumbre se antoja más profunda que la del resto de la montaña. Por ello intuyo los baluartes. Las torres. Visualizo los férreos muros, con sus cañones y sus cabinas. ¿Están realmente allí o es producto de mi imaginación?
Ya no me es posible saber si es de día o de noche. A veces, olvido que estoy a bordo del barco que me ha escogido a mí como único compañero. ¿Existe alguien más en alguna parte? ¿Cuál ha de ser mi tarea a partir de ahora? Quizá esté encerrado en la oscuridad eterna sin darme cuenta, en las prisiones del inframundo o en cualquier otro lugar de castigo, pues muchas son ya las horas en las que he esperado en vano la fortificante luz del sol. Tampoco tengo familiares en ninguna parte, principal motivo por el que me uní al ejército colonial. Y como digo, las sombras persisten en ocultar mayor información a mis ojos torturados. Pero yo insisto. ¿Qué he de hacer si no? Escruto con todas mis fuerzas el horizonte. Cojeo por la cubierta de madera como un alma en pena, haciendo crujir las tablas bajo mis pies y sin saber a ciencia cierta qué extraña fuerza me impide salir de esta tumba flotante. ¿Qué me dificulta la sencilla tarea de descender por la escala de proa y correr libre por los muelles hasta la ciudad olívica?
Ni un solo vestigio de ser viviente. Ni una triste voluta de humo que por un casual saliese de alguna chimenea para arrojar un atisbo de esperanza a mi corazón. Nada más que nubes y oscuridad cobijando a las embarcaciones, que como bultos siniestros, danzan y suspiran agonizantes a mi alrededor. ¿Qué está ocurriendo? ¿Ha llegado hasta aquí la miseria de la guerra? ¿Lo ha hecho la ira de Nuestro Señor, acaso?
Ni una luz de un mísero farol. Ni un murmullo transportado por el viento. Ni una brisa que erice mi piel ¡Incauto de mí, que me resisto a comprender! ¿Cómo seguir negándolo? El grito terrible venido del oriente ha desgastado nuestras fuerzas al otro lado, allá en la isla. Derrotado nuestro empeño. Mitigado sin piedad un poder que creíamos infalible merced a los salvajes secesionistas. A los revolucionarios. ¿Quién esperaba tal cosa? Y Dios ha inclinado la balanza por capricho. Ha manifestado su cruel postura enviando mil plagas y enfermedades a nuestros valerosos hombres. ¿Cómo luchar contra lo divino? ¡Imposible! Él nos castiga, quizá por la sangre derramada en su nombre, quizá por la tortura de nuestros campos de concentración. Y lejos de recrearse con nuestros miembros amputados, con los terribles dolores que acucian sin descanso nuestras almas, con las heridas mortales, no contento, digo, con ver lacerados nuestros espíritus y mermada nuestra esperanza, se entretiene sembrando en nosotros la locura. Pero nada de eso importa ahora.
Unos pocos hemos sido los que escapamos con éxito de las garras revolucionarias, y a bordo de la única carabela que quedaba en la bahía nos hemos echado a la mar. Los americanos han aunado fuerzas con los rebeldes isleños. No hay esperanza. El imperio se derrumba. ¡Ni los vientos de mil tempestades podrán alcanzarnos esta vez!
El viaje con destino a la siempre valerosa no está siendo más terrible que el hambre y las enfermedades que cada día se llevan alguna vida. Muchos son ya los que nos han dejado, y por cuestiones de salubridad, el capitán ha ordenado tirar los cuerpos por la borda.