Bernardo Sartier
Las muertas
Demasiadas muertas (y muertes) para ser digeridas. Demasiadas para alguien dado a la elegía. Demasiadas para quien la muerte constituye un objeto de permanente obsesión. Laura, La Gradisca, Marujita. Cada una de ellas merecería un funeral de tinta, una columna mortuoria que glosase sus virtudes o sus provocaciones, desde la revolución hormonal hasta la admiración, pasando, claro, por la risa. Merecerían, sí, un funeral de estado, pero de estado de buena esperanza, que fue en el que nos dejaron dejándonos.
Voy con la brocha. Laura Antonelli (con Ornella Muti, la última mujer que en la película homónima terminaba cortándole los huevos a su amante putero) fue el símbolo erótico de una adolescencia que tuvo la suerte de despertar sexualmente cuando Paquiño Franco la pateaba y creía dejarlo todo atado y bien atado (la realidad era que había hecho el nudo con el tembleque del anciano decrépito y parkinsoniano que solo comía acelgas). Nada resultó atado y todo desatado y “La Collares” comenzó a lamentarse de que iban a matar a todos los inquilinos del Pardo, lo que la incluía. “La Collares”, o sea Carmen Polo, cuando sus veraneos en Meirás se dejaba caer por las joyerías coruñesas y, como quien no quiere la cosa musitaba “qué bonito”, sabiendo que el propietario, a ver quién era el guapo que no, le regalaría el anillo o los pendientes aunque ella hiciese un disforzado intento de pago.
Muerto Franco surgió la vida, o sea Laura Antonelli, y en sus muslos, senos y caderas queríamos morirnos útero arriba porque en el pifostio de la adolescencia (a mí se me endurecieron los pezones) uno solo busca, sin saberlo, el incesto encubierto, la morada placentaria y placentera de los nueve meses. ¡Cuánto nos la meneamos contigo, querida Laura! Cuánto hicimos el amor solo con nosotros mismos mientras mirábamos, qué mirábamos, mientras escrutábamos con nuestros ojos los caminos dulces de tu anatomía en aquellas revistas que le hurtábamos a Otero, “Revistas y periódicos” y que escondíamos sabe dios dónde hasta que mamá las encontraba, guarros, que sois unos guarros. Te descubrimos, Laura, en el Gónviz una primavera del 77 en “Me gusta mi cuñada”, que ya era un título transgresor porque aquí estábamos más acostumbrados a ir por el imperio hacia Dios con títulos rompedores, tipo “Marcelino Pan y Vino”, que también, por qué no, podría haber sido “Manolito Berenjena y Calimocho” o “Guillermito Gazpacho y Tinto de Verano”.
Lo cierto, Laura mía, es que yo, instruido en mi ausencia de lactancia necesitaba el calostro, y en tus pechos veía las tetas nutricias que había que succionar si se quería ser alguien en la vida, un hombre de provecho -decían los mayores- y no un hombre aprovechado, que fue lo que nos vino luego en marabunta con la transición ya madurita, que por qué les llaman corruptos, Laura, cuando quieren decir aprovechados. Fuiste, Laura, un mestizaje ecléctico, un natalicio deslocalizado y apátrida del que podía esperarse lo mejor porque solo lo mejor se aguarda de quien nace en Istia, Croacia, que debe ser donde croan las ranas, y que luego vive en Roma para terminar mezclando fluidos con un francés de apellido Belmondo, o sea “bello mundo” porque tú, Laura, solo podías engarzarte con alguien de apellido así, Bel-Mondo, el bello mundo púbico que hiciste público.
Tengo que dejarte, Laura, que voy con la Gradisca felliniana, aquella soltera talluda pero aún atractiva y en sazón, inocente y vocacional del matrimonio que al final de Amarcord termina casada, un personaje tierno parecido a lo que tú eras, Gradisca, porque luego, en la realidad y después de un hijo carnal adoptaste dos más. Así eras, maternal, bonachona, decadentemente happy. Piropeada Gradisca: te conocí un diciembre de principios de los ochenta cuando vi por vez primera el Amargor de Fellini, aquel repaso a la infancia que Federico me plagió de “Los días de F. L.”., un motorista que pasa cada cuarto de hora durante toda la película y que no sabes quién es, por qué acelera su moto ni cuál es su destino, o el primo Teo, de permiso del siquiátrico que se sube a un poste de la luz y grita “¡quiero una mujer!” y no hay dios que lo baje de él. Descansa en paz, Gradisca, ya que mi mente no puede.
Y por fin María del Dulce Nombre, Marujita Díaz para los amigos. La trianera polifacética que se colocaba una nariz de payaso, imitaba al pájaro loco y hacía chiribitas con los ojos, la que se casó con el único hombre que en vez de réquiem quiso mariachis, Espartaco Santoni, único santo diminutivo y que de eso, de santo tenía lo que yo de misacantano de San Bartolomé, la que actuó en el Price porque supo hacer de su vida un circo, que es lo que deberíamos hacer todos para no morirnos de lo que habitualmente lo hacemos, que es de una sobredosis de aburrimiento, la que matrimonió más tarde con Gades y divorciada de él dijo que los hombres solo valían para meterlos en una vitrina, que qué razón tenías, Marujita, que si me apuras casi ni para eso.
Y ya es casualidad, Marujita, que cuando el pueblo (Pontevedra es un pueblo y esto un elogio) me pide segundas partes de “Maruja la Revientanabos”, la hembra solícita que contagiaba purgaciones, te nos mueras tú, también Maruja, y además de un cáncer de colon, para ti, mujer coqueta, casi el más infamante de los cánceres, que por eso, Marujita, nunca quisiste que se supiera. Pasaste del soldadito español a la banderita tú eres blanca, y del soldadito y la banderita al cipote de Dinio, en una historia de amor tan creíble como un coito entre el difunto de Manolo Fraga y Tania Sánchez (lo que dios ha unido que no lo separe el hombre). Dinio te abandonó, Maruja, porque, satisfecho el contrato de los posados robados las fauces de la lívido hambrienta y caribeña requerían hembra joven, y entonces Dinio se lio con la ourensana esa de familia conservadora y se pusieron a filmar porno, Maruja.
Y cuando la novia y coprotagonista de las pelis le dijo a su abuela, de misa diaria, cuál era su profesión, le dio un soponcio a la anciana y a poco no encuentran en el Complejo Hospitalario Cristal Piñor desfibriladores bastantes para resucitarla. Dinio vino a Vigo a pasear con su chorba, Maruja, no sé si lo sabes, y le dijeron que eran las fiestas de la Consolación, en Coia, y que podía pasarse a comprar unas garrapiñadas, y Dinio, que como sabes es un discípulo aventajado de Platón, como tú, Maruja, dijo que si eran las verbenas de la Consolación pues que entonces la comisión tenía que sacar en procesión un consolador sobre una peana. Marujita, mi vida, tu no tuviste hijos pero a quien no quiere hijos le da dios caniches, y a mayores y a ti, Marujita, joyas, que eran tu principal satisfacción del instinto maternal (tranquila, Maruja, conozco a uno que no tiene hijos y llena la carencia criando miñocas, en una caja de zapatos que convirtió en terrario de arena, para pescar luego en la autovía de Marín, que también son ganas).
Laura, Gradisca, Maruja: Os moristeis las tres de esa larga enfermedad que es la vida. Pero no temáis: vamos a continuar la conversación en otro lado porque lo que los lectores de “PontevedraViva” no saben es que yo hablo con lo muertos.