Kabalcanty
¡Pasen y vean, señoras y señores, es la Navidad!
Tardo más de diez minutos en salir del Metro, casi el doble de tiempo que lo hago normalmente. Las escaleras mecánicas están macizadas de gente al igual que los vomitorios; me parece un infranqueable muro humano por el que veo los primeros resplandores de lucecitas inquietas. Subo la Gran Vía en volandas. El primer cadáver de cine reconvertido ahora en teatro musical. Musicales infames degradando buena música. Las primeras fotos. Fotografían desde su móvil la portada del musical de turno. "Se la mando a Luis". "Pásamela que tu trasto tiene más resolución". Cruzo. Empujo. Las luces navideñas sobre nuestras cabezas. Sobre la parada del autobús, un inflado Papá Noel muestra la publicidad de los relojes que lleva en su saco. "Merry Christmas", dice agitando el lujo del reloj. La calle de mi colegio. Sobre su cuesta escucho mi carrera colegial. En sus ventanas del primer piso cuelga el luminoso "Viajes Traveling". En sus ventanas oscuras hibernan todos los fantasmas. Subo la calle huyendo del tumulto. No encuentro las pisadas de mi madre, ni de mi padre, ni de mi hermana. Desde la puerta de un bar suena una risotada y alguien que se tambalea saluda burlón, con un vaso mediado de líquido caramelo, a los de adentro. Más risotadas. No huele el aire. La plaza de Santo Domingo ha perdido su forma. Su personalidad y su olor queda detrás, lejos siempre, cada vez más lejos, del bullicio. Su embrujo. Me digo que el misterio de ese islote incrustado en el mismísimo centro urbano fue siempre su silencio. Insólito silencio. Fumo. Automóviles atascados. Parking completo. Un abeto de Navidad metálico tiene en su copa el logotipo de una marca de telefonía. Alrededor una legión haciéndose fotos desde el móvil. "Mira que selfie, Charo". "Coge el niño que estoy pendiente de encuadrarme bien con el árbol". "Por favor, señora, que me está moviendo el móvil". En mis bolsillos encuentro quince euros. Capitalista. Sonrío. Me mira un grupo de cuatro adolescentes, tocadas con gorros multicolores de animales, y estallan en una carcajada. La edad del pavo en la Navidad. La sirena de una ambulancia intenta abrirse paso en el atasco. Las motos de la policía. Los silbatos de la policía. Los trajes reflectantes de la policía a juego con los colgantes navideños de acera a acera. La mole del Teatro Real iluminada en su cornisa. El cielo es negro, sin estrellas, como una boca obediente que jamás se clausura. El Teatro ausente, soñando la tranquilidad que le vendrá con las horas. El cielo es tan oscuro que no parece cielo. Una cúpula tremenda que nos cobija. Castañas asadas. La vendedora de castañas con unos guantes cortados por la primera falange. Tiene la piel rojiza, curtida, con la textura que tienen los pobres de solemnidad. La calle Arenal. Mi madre trabajó en la calle Arenal antes de casarse. Mi madre murió. Está muerta. Ni siquiera tenemos sus cenizas. A ella si la distingo entre tanto gentío. La veo de perfil. Descubre mi mirada. Huye. Como es Navidad ya no creo en los fantasmas. Me vuelvo a reír. Desde un puesto callejero se me ofrecen unas caretas de Papá Noel y de los cuatro Reyes Magos. "Feliz Navidad, caballero", escucho al vendedor. "Mira el careto del rey de la barba blanca". "Joder, Rajoy con diez años más".
Entre la multitud apresurada, dos pordioseros franqueando la entrada de la iglesia de San Ginés. "Tengan ustedes unas felices fiestas". "Para mis hijos, por caridad". El templo donde se casó Quevedo, donde se bautizó a Lope de Vega. Un fortín entre tanto tumulto. La capilla del lagarto. Vuelvo a fumar. Unas azafatas, vestidas con trajes estilo Noel cortísimos. Me da frío verlas. Buenas piernas. Sonrisa imperturbable. "Si compra en nuestra tienda le damos una participación para el sorteo de Navidad, señor". Alguien corre zigzagueando la muchedumbre. Un vigilante jurado fondón detrás. Sudoroso. Ansioso entre tanta ansiedad. Calles con tiendas de artículos religiosos. Bocadillos de calamares. Sidra. La Plaza Mayor es un estanque colapsado. El rastrillo navideño. Aquí se perdió el Chencho de "La gran familia". El rostro de Pepe Isbert plasmando la ausencia. Hoy Chencho se hubiera perdido para siempre. Sería parte del humus de serpentinas que enlosa la plaza. Alguien pasa tocando una estrafalaria trompetilla. Varios niños arracimados en un puesto de figuritas del belén. Me empujan cuando me detengo. ¿Los niños en la Navidad?, me pregunto como un filósofo caduco mirando sus cabecillas cubiertas con gorros llamativos. ¿Qué queda del niño que fui en aquellas navidades? Comprendo que ya me va haciendo falta mi dosis de cervezas. Entre los pórticos, salgo a la calle Toledo. Mucha fiesta del ruido. "Sonría, señor, que es Navidad". Abstraído, pienso en un niño. No lo es. Un anuncio virtual de un centro comercial cercano, empotrado en el escaparate de una tienda de modas, aconseja constantemente con voz asexuada. Fumo. Tiro del ala de mi sombrero y aprieto el paso. La Plaza de Cascorro.
Desde lo alto de la Ribera de Curtidores admiro, al fondo, el cielo acogotado, hundido donde se me antoja en posesión de su ser. Advierto lejanas dos o tres estrellas que cifran mensajes que poco tienen que ver con esta Navidad. Un cielo posible. "Me deja un poco, por favor". Dos matrimonios maduros me invitan a apartarme para hacerse una foto desde el móvil bajo la estatua de Cascorro. Eloy Gonzalo, el héroe de Cascorro, con todo el plomo de su pose desafiante, gallarda y beatificada de soldadito español, escudriña por encima del fogonazo del flash un más allá repleto de centros comerciales y torpes papás noeles. Se puede decir que corro a la calle de la Encomienda. Podría haber sido otra. Me meto en el primer tugurio que considero adecuado a mis quince euros. Está repleto y hace un calor con adobo a fritanga. "Feliz navidad, caballero, pase al fondo de la barra que hay hueco" Le pregunto qué cuánto cuestan las jarras de cerveza de medio litro. "A cinco boniatos por pinta". Pule con un tramo mugriento mi sitio en la barra. Le digo que me ponga dos. "Una y luego otra, ¿no?" Insisto en que juntas. "Como si fueran siamesas". Le explico, sacando de mi repertorio mi gesto más solemne. "Se lo digo porque la segunda se le va a poner como caldo" "No le va a dar tiempo, amigo". Pero ya no me escucha: me está llenando la primera jarra. De uno de los espumillones plateados, colgados a lo largo de la barra, cae una brizna sobre mi parcela pulida en la barra. Brilla hasta que el mar áureo, perdido en el culo de las jarras, la confunde.