Kabalcanty
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Salgo del vapor del cuarto de baño y me encaro frente al espejo lloroso. Tengo que pasar la toalla varias veces para que mi figura turbia adquiera tintes reales. Debajo de mis ojos mi piel se abolsa y tira de ellos como si quisiera descolgarlos hasta el poyete de mi bigote; mi frente es un altozano sin vegetación que declina invisible hacia mi espalda; mis labios van perdiendo línea y entre mis dientes florece el sarro tabacoso; de mis orejas salen unos pelos blancos, afortunadamente blancos; mi abdomen parece un embarazo de tres meses al que intento, allí frente al cristal, aplanar tirando de mis dormidos abdominales y el resultado es una ventosidad que protesta y me hace sonreír indefenso.
Si hay algo que duele cuando se van cumpliendo años es la decadencia física. Sientes que tus manos y tus piernas, tu boca y tu oído, tu culo y tu pene pierden fuelle y se quejan donde antes jamás dijeron ni mu. Un buen día te agachas y chasca una rodilla y no sales de tu perplejidad hasta que los chasquidos son una música diaria e intimas con ellos y te adaptas componiendo sinfonías dodecafónicas. Un lujo, amigos, si no fuera porque de tanto chasquido armonioso llega el dolor y tienes que recurrir a los fármacos para que la música no cese. Dice mi médico que para disfrutar de una salud aceptable en la vejez hay que cuidarse antes y seguro que tiene razón, sin embargo yo, este que escribe estas majaderías los martes, jamás le he hecho caso. Me cuesta obedecer aunque en ello vaya mi futuro físico. Un majadero, ya os lo dije antes.
El mes de diciembre desemboca siempre en un nuevo año y a la vez, particularmente, me cuelga un año más al lumbago de mi espalda. De niño disfrutaba sobremanera conjugar los regalos de las fiestas navideñas con los de cumpleaños y santo; me daban las vacaciones en el colegio el día de la lotería y comenzaba a hincharse mi ansiedad pueril hasta que explotaba el 6 de enero. También tuve hijos pequeños, cómplices perfectos para demorar unos años más la ilusión del regalo y sus mágicos conseguidores, pero poco tienen que ver con paulatino desencanto de echarse los años encima de un perecedero cuerpo. Vas soslayando el día indefectible cada vez con más desgana o, in extremis, tratas de rebelarte así como hice unos cuantos años atrás cuando me compré un tanga rojo y aparecí de esa guisa frente a Ana la noche de Navidad. Tuvo la suficiente educación y condescendencia para aguantar la risa durante unos minutos argumentando lo "bien calao" que me quedaba el tanga, luego estalló la carcajada y acabamos tirados en la cama hilarantes del todo.
Dice Platón en la República que "pero aquel que nada tiene que reprocharse abriga siempre una dulce esperanza, bienhechora, nodriza de la vejez" y creo que está en lo cierto, sin embargo el lastre del cuerpo, el condicionamiento de la decrepitud, es una tara que por pocos reproches que nos tengamos nos disminuye frente a los recuerdos de una pasada vitalidad. Que la longevidad en la antigüedad equivalía a una recompensa divina dispensada a los justos y que la vejez representaba la sabiduría, el archivo histórico de la comunidad, es más que factible, pero también lo es, aún en aquellos tiempos, que joven y bello y viejo y feo son adjetivos que corren y corrieron paralelamente. Lo ideal sería aceptar el cuerpo que te toca y soportar tolerante sus achaques, ver en la decadencia una especie de impronta conmemorativa que no afectara de alguna manera tu mente, sería lo ideal, me digo, pero lo ideal no es del todo humano.
Hoy me he acercado a ver a mi padre en el mismo hogar de mi segunda niñez y de toda mi adolescencia. Como de costumbre, pintaba en su cuarto alborotado de óleo. Al poco de sentarme frente a él, ha sentido una urgencia y se ha levantado todo lo rápidamente que pueden permitirle sus 82 años. No ha llegado al aseo: se ha orinado en el pantalón. Entre desolado y avergonzado ha tratado de alcanzar la puerta del baño escondido de mis ojos. Le he ayudado a cambiarse de calzoncillo y pantalón en el más completo silencio, tratando de insuflar a mi actividad toda la normalidad del mundo. Luego ha vuelto a su lienzo, pegado a la luz de la ventana, sujetando sus muñecas sobre el filo de la mesa especial (él mismo la confeccionó) para que el pincel no sufra la acometida del párkinson. No hemos vuelto a hablarnos desde su "accidente". Ni siquiera me mira concentrado en su cuadro que muestra una típica calle andaluza floreada en extremo. Al final, tras carraspear, dice:
- Paciencia, piojos, que la noche es larga.
Calladamente me sonrío y poso mi mano sobre su hombro.