Kabalcanty
Digamos que se llamaba Lara
Por aquellos días del mes de junio de 1982 el país entero preparaba su mundial de fútbol. Habíamos ganado una Eurocopa en 1964 frente a la Unión Soviética ( ¡a la URSS ni más ni menos!, nuestro símbolo de diabólico macho cabrío en los años del nacional-catolicismo hispano) y soplaba un viento de cambio, o así lo aseguraba el líder socialista Felipe González, pocos meses antes de ganar su primeras elecciones generales, con una cara más chupada y convincente que la que gasta hoy en día, que convencía a los más reacios con la posibilidad real de volver a traer los laureles deportivos. Todo sonaba y sabía a fútbol, como casi todo lo mencionable que pasa en esta nación, y no saberte el nombre de cualquiera de los jugadores que vestían nuestra camiseta nacional suponía poco menos que ser un analfabestia redomado.
Una de aquellas tardes de finales de primavera quedé con Roberto para tomar una copa. Si en algo sobresaliente me gustaba su compañía era su conversación anodina que me permitía auscultar mi alrededor metódicamente, manía que jamás he dejado, y perderme en historias que fabulaba en mi cabeza escudriñando un rostro, una puerta cerrada, un esquinazo o una pequeña telaraña desafiando una corriente de viento mientras Roberto hablaba y hablaba. Dejaba atrás mi trabajo basura y acompañaba mi soledad con un eficiente paternaire.
Fuimos a la calle Huertas, con el escaso bullicio de un miércoles, y sin más dilación nos metimos en el primer garito que nos vino al paso. Entre un ambiente tropical, inútilmente hawaiano, nos acodamos en la barra y pedimos unas cervezas. Roberto me contaba de su importancia dentro del banco donde trabajaba y yo asentía apretando los labios, con gesto de honda comprensión, mientras mi mirada vagaba buscando persona, animal o cosa digna de chuparle la sangre atrapado en la levedad de mi imaginación. Pero aquella vez no ocurrió de esa guisa, sino viceversa: alguien se me había adelantado.
Más alto que Roberto, me encontré con su mirada entre la maleza de los cabellos de mi amigo. Cuando ella me halló en su trayectoria, desvió sus ojos y volvió a prestar atención a su amiga. Estaban sentadas en una mesa del fondo del local, una de las pocas ocupadas. Tras la pista, y conocedor de las artes de la observación más vehemente, oculté mi mirada, flexionando ligeramente las piernas, hasta las cejas de Roberto.
- ¿Qué pasa, tío, te estás meando?
Me sorprendió mi amigo, consciente de mi ridícula postura.
Sin saber mucho que contestar, argüí por resorte una media verdad.
- Estoy mirando a unas tías que están sentadas detrás de ti. Y son dos, Rober.
Tras comprobarlo con un forzado gesto, que provocó una ahogada risa en las mujeres, se bebió de un trago el resto de cerveza que le quedaba y la juntó a la mía mediada.
- Ponnos dos caipiriñas, por favor.- le indicó al camarero sin consultarme.
Roberto con las mujeres se comportaba así: avistadas, pasaba al plan b de los tímidos, el copazo de alcohol. Sin ir más lejos, igual que yo en aquellos tiempos.
Cuando nos decidimos acercarnos a la mesa, portando la segunda caipiriña, experimenté una fuerte emoción jamás conocida; me encontraba como si mi vida dependiera de ese sitio en la mesa de ellas. Lara, como se llamaba y se llama la espía adelantada, supo que yo me iba a sentar a su lado como que Roberto y su amiga iban a ser desde ese momento meros comparsas. Me pareció que la conocía desde siempre y que me había estado observando día a día hasta que encontró la situación propicia para que nos conociéramos. A través de la viveza de sus ojos, tan profundamente negros como accesibles, manifiestos y versados, se me ocultó mi alrededor y sólo veía su rostro redondo y risueño y su cabello largo sujeto desde la sienes con un pasador. Desde nuestras continuadas bromas, la conversación básica que alargábamos una y otra vez, quise decirle lo que me pareció exaltado e inoportuno y que me decía para mis adentros cuando ella hablaba. Decía de lo que no sentía y a la vez, mezclando sus palabras con la mías, nuestras chanzas intencionadamente impersonales, el estallido de nuestras risas me sonaban únicos y enganchados a un mundo donde sólo existíamos ella y yo. Mi segunda caipiriña quedó intacta sobre la mesa de ellas.
Anochecido, se fueron. "Vivimos muy cerca de aquí", dijo Lara, mandándome su mensaje subliminal desde la diana de su pupila.
- ¡Vaya coñazo, tío! -exclamó Roberto, echando la espalda contra el respaldo del sillón de bambú- Pero ¿has visto la cara de hámster que tenía Julia?
- ¿Julia? -me pregunté en voz alta, sin importarme lo más mínimo su respuesta.
- Joder, Julia la amiga de Lara. Me han visto el pelo otro día esas dos pibas.
Yo me disipaba, sonriéndome como un imbécil, en una colilla del cenicero manchada con el carmín de ella.
Desde aquella tarde cada vez quedé menos con Roberto y bastante más con Lara.