Kabalcanty
Tres soledades
Posa su mirada extraviada sobre el cristal de la ventana y acaricia la silueta de su rostro con suma delicadeza, así como si lo quisiera esculpir. Sus ojos azulados se demoran en la sombra del cabello hasta trazarle unos bucles, infinidad de bucles, que no aparecen en su cabello lacio. Eléctricamente se da la vuelta y coge a la muñeca desnuda que siempre le acompaña, tira de su pelo ensortijado y da vueltas y más vueltas sobre si misma sin soltar a la muñeca. Se ríe al final, mareada, ahogando sus carcajadas sobre su antebrazo y observando que el resplandor bajo la puerta no se altera. "No me gusta nada que te rías a lo tonto", le han dicho muchas veces, tantas veces que la costumbre ha cubierto a esas palabras con agresividad y amenaza. Ella, en su mundo infantil de treinta y cinco años, a veces llora sin comprender, dibujando siluetas en el cristal o hablando a su muñeca desnuda de cosas que escuchó. Sabe que no dice lo que tiene por dentro, en su cabeza de cabello lacio, que se escapa, como ahora mismo desde la atalaya de su cuarto, con la chavalería que corretea por la acera hasta que la esquina los borra y su sonrisa se desvanece barbilla abajo. Quisiera preguntar al silencio de su cuarto, a la bombilla bajo la tulipa floreada, ese ojo mágico que la mira y remira sin boca durante tantas horas, quisiera preguntar pero la interrogación se llena de un amasijo pegajoso que gotea inclemente desde su pelo lacio. Grita sin furia, como una necesidad que escarbara sus cuerdas vocales, y acaba dejándose caer en el suelo abrazada a su muñeca. Tan similar a cuando sueña y cree habitar el mundo de los capacitados y se agarra a la cintura de su almohada, consciente ya, para terminar sobando la piel de sábana desacostumbradamente seria.
Cena poco cuando llega los jueves del Centro de Mayores. Un vaso de leche y unas pocas galletas, y no es precisamente que baile, como lo hacen la mayoría de sus conocidos al son de la Orquesta Miralsol, y se sienta cansado, no es eso, que va, lo que le ocurre, o eso dice él, es que se le cambia su rutina y se le cierra el estómago. Tampoco le distrae la televisión, ni hojear el periódico, ni pulir el pasado viendo los álbumes de fotos, no, nada de nada. Esos días se le ensancha desproporcionadamente la casa y le parece fría e inhabitable. Su viudedad de diez años y la lejanía de su hijo (se largó a Nueva York como guionista de una productora de cine) las encuentra demasiado cercanas e insustituibles. El barullo y la conversación de un par de horas o tres le despojan de sus utensilios cotidianos para amortiguar el eco de sus pasos en esa casa de setenta metros cuadrados. Escudriña el tapete sobre el aparato de televisión y desvía los ojos y se topa con la foto de su hijo vestido de primera comunión. El silencio suena, aún por encima del volumen del televisor, y oye voces en la cocina o el trastear de la ducha en el aseo. "Viejo chocho", se dice mientras se pone el pijama y coloca el reloj de pulsera sobre la mesilla. Con el ceño fruncido, se fija en las uñas de sus pies y en la protuberancia del juanete con lo que resuelve alcanzar la libreta que descansa junto al teléfono y escribir una anotación. "Vienes a la cama ¿o qué?", le parece escuchar tras un gemido del somier. Después abre una rendija la puerta de una habitación y vigila unos instantes la respiración acompasada de una colcha estirada bajo dos cojines pardos. Finalmente se acuesta y, sin convicción, deja caer los párpados. "Amalia, Amalia,.......", musita sin abrir los ojos, "mañana, antes de pasarnos por el mercado, tengo que acercarme al callista".
Un sombrero negro de fieltro, gastado, con el ala delantera vencida sobre las cejas, descansa sobre una caja de cartón adornada con varias meninas sin rostro. Todo está silencioso en la habitación, oscuro, ribeteadas las sombras por las luces de las farolas de la calle. Si te acercas con cuidado, con suma meticulosidad, y acercas el oído al sombrero, se escucha una remota respiración, un soplido pausado que podría aventurarse como el de una ventana mal cerrada o la leve corriente de aire escurrida bajo una puerta. Si eres más curioso y paciente y dejas que tu vista se concilie con la oscuridad, podrás formarte la idea que el mueble (un sifonier para ser exactos) que sujeta la caja de cartón con las meninas y el sombrero es un cuerpo casi humano; casi porque sus formas son tan evanescentes que tu tacto acoge solamente una vaharada de limaduras de polvo que, eso sí, sentirás asentarse sobre tus zapatos o cosquillearte tus pies desnudos. Si adviertes, además, una bocanada de niebla bajo el sombrero ten la plena seguridad que tu desvelo merece la pena y que la enconada depresión que te produce el insomnio va a tener partenaire. No lo dudes más y apresúrate al frigorífico y coge una cerveza de las más frías. Regresa al cuarto y, tras quebrar la calma con el estallido de la chapa de la botella o la anilla de la lata de cerveza, pregunta sin vacilar, rotundo, anticipado sabedor de la respuesta afirmativa: "¿Eres tú, K.?". Ten por seguro que la presencia bajo el sombrero, tras agarrar la cerveza, se tornará carnal desde las briznas de polvo de tus pies hasta rellenar el sombrero sobre la caja de las meninas. Siéntate frente a él y escúchale durante toda la noche o hasta que se emborrache (tendrás que sacarle más cervezas e invitarle a tus pitillos), y te advierto que es un bebedor consumado.
Al día siguiente, cuando te despiertes tarde, ya sea por ese sueñecillo tardío de los insomnes o víctima de una resaca mayúscula, y te excuses debidamente por incumplir con tu vida laboral o por olvidar telefonear el primero a tu pareja en el día de tu aniversario, no te sientas extraño si amaneces con un viejo sombrero negro de fieltro encasquetado en tu cabeza.