Kabalcanty
Mi primer pecado
Aquel viernes por la tarde, como todos, me esperaba mi abuelo a la puerta del colegio. Le veía desde la ventana de la clase en la acera de enfrente, con su leve bigotillo y su carterilla bajo el brazo, un cuarto de hora antes de mi salida, dar unos pasos de ida y vuelta consultando su reloj. Luego me recibía sonriente, besándome vehementemente en la mejilla. Salíamos a la avenida de José Antonio y nos deteníamos unos minutos en el escaparate del pasadizo a ver los juguetes. "¿Qué les pides a los Reyes, chato?", me preguntaba, arrodillándose a mi lado y pegando la nariz tanto como yo al cristal. Después cruzábamos y en la calle Tudescos me compraba una bamba de nata. Solía gastarme bromas cuando la nata me manchaba la nariz mientras yo corría la alegría de mi niñez, y del comienzo del fin de semana, por la Plaza de la Luna.
Todo esto no eran más que los prolegómenos para asistir a la cita inexcusable de los viernes por la tarde: la misa de siete en la iglesia de San Martín. En el colegio se nos entregaba una tarjeta de cartón con los cuatro o cinco fines de semana de cada mes en el que un monaguillo, a la entrada de la iglesia, nos perforaba en el cartón el que correspondía. La parroquia de San Martin era inamovible, la que correspondía por la ubicación de mi colegio, sin embargo se podía elegir entre misa de viernes tarde, sábado mañana o domingo mañana. Lo embarazoso venía, además de la ineludible misa, en memorizar el contenido de la homilía del día elegido y responder a don Esteban, nuestro maestro, adecuadamente los lunes por la mañana.
La iglesia de San Martín era tan lúgubre y tenebrosa para un niño de siete años como cualquier otra de la ciudad. Imágenes dolientes, el olor céreo que bailoteaba su luz a los pies de las estatuas, la oscuridad y el silencio amenazante, la voz amplificada del sacerdote resonando monótona y sepulcral..... y la terrible invitación al sueño que me hacía luchar denodadamente para no perderme el comentario del cura sobre los textos sagrados. El temor al castigo por no poder responder a la pregunta del lunes por la mañana siempre me mantuvo la tensión necesaria para no perder ripio, pero aquel viernes sucumbí al sueño y desperté al movimiento de los fieles para acudir a comulgar. Intenté recurrir a mi abuelo, al que vi con la barbilla clavada en el cuello de su camisa, tirándole de la manga, pero tras el sobresalto al despabilarse musitó, escrutando su izquierda y su derecha, "Chato, si yo es sentarme aquí los viernes y quedarme sopa". Desde aquel fin de semana desconfié para siempre en los lunes y los consideré amargos y tiránicos.
La noche del domingo apenas pude dormir. Se me agolpaban demonios rojos con ojos saltones y tentáculos a modo de garfios que se carcajeaban de mí mientras me pinchaban con un enorme tridente al rojo vivo. Sudaba culpa y sentía ahogarme en los mares de lava con que se convertían mis sábanas; mi almohada era una monstruosa boa enroscada en la cabecera de mi cama que me ofrecía una manzana podrida en la que se traslucía un diminuto sacerdote mudo gesticulando ante un sagrario. No era ya el castigo de quedarse una hora más todos los días en el colegio y asistir a las tres misas de cada fin de semana, con el correspondiente resumen de cada homilía, durante un mes, no, era mucho más que eso, era el verdugón del pecado que arrastra al culpable a la penitencia más atroz. Estaba sucio y el demonio lo sabía. Y eso nos decían, una y otra vez, la señorita Patrocinio y la señorita Lourdes, las catequistas en la clase de religión. "Aquel que peca debe lavar su pecado con la más implacable de las penitencias; sólo así Dios sabrá que verdaderamente te has arrepentido", nos decían solemnes y repletas de suficiencia.
"Jo, estás blanco", me dijo Candel nada más verme el lunes. "Te pareces a la cara de mi tío Antón cuando se murió en la butaca", apostilló Sabina, acercándose como para olerme. Me cambié de pupitre y me puse con Alemany, el gordo de turno del colegio, ya que nadie se sentaba a su lado porque decían que olía mal. Yo ese lunes no tenía olfato y sólo deseaba esconderme de todos por lo que las carnes de Alemany se me mostraron como mis más fieles aliados.
Pero no apareció don Esteban ese lunes, sino la señorita Dolores diciéndonos que hiciéramos un dibujo sobre la parábola del buen samaritano. "Don Esteban está un poco enfermo y no puede daros clase. Voy a estar yendo y viniendo de la clase de párvulos y no quiero oír ni una mosca. De todas formas, Josemi apúntame a quién arme escándalo".
No podía creérmelo. Cerré los ojos unos instantes para volver a abrirlos no fuera a ser que estuviera soñando. Pero no, era cierto, estaba salvado, don Esteban sólo dedicaba la primera hora de los lunes a preguntar por la homilía, luego estaban la geografía y la aritmética, sus asignaturas preferidas, y se olvidaba por completo de las misas de los fines de semana. Me abracé a uno de los robustos brazos de Alemany y me miró, sin comprender, con ojos de vaca.
Pocos años después, cuando comencé el bachillerato y cambié de colegio, olvidé en el cajón más remoto los cartones taladrados por el monaguillo de la iglesia de san Martín. Fue entonces, supongo, cuando comencé las lecciones de ateísmo con tanta convicción y ahínco que llegué hasta doctorarme.