Kabalcanty
All you need is love?
Apretaron sus labios en un beso fugaz instantes antes de descender del vagón y poner los pies en el andén. La barahúnda de la estación los engulló como el manjar más preciado mientras ellos se abrían paso hacia las escaleras mecánicas. Iban cogidos de la mano y se miraban sonrientes entre empujones y prisas desbocadas. Cuando vieron, en su ascensión mecanizada, dibujarse el horizonte urbano, apretaron aún más sus manos en un acto reflejo que les hizo sonreír escandalosamente hacia afuera; ella echando la cabeza hacia delante abanicándose con su pelo moreno, él dándose una sonora palmada sobre la tela de su pantalón vaquero.
La glorieta de Atocha hervía de actividad en ese mediodía de ese martes concreto. El tráfico fluía lentamente ante la vigilancia de media docena de tanquetas antidisturbios enclavadas estratégicamente en las cuatro vías que confluían en la glorieta. El aire era dulzón, inevitablemente contaminado dentro de una neblina color acero. El viso ocre del otoño permanecía inalcanzable en un punto tan lejano en el cielo como imperceptible. Sólo la más aguda imaginación podía ponerle colores a una estación que no era ya muy diferente a otra.
Esperando en el semáforo de la calle Atocha, se besaron de largo, se hicieron perezosos con la bocas zurcidas en una eternidad que sólo ellos oían. La acera que pisaban, sucia, llena de inmundicias que se vapuleaban de acá para allá con la mayor celeridad, la percibían ellos como un esponjoso campo de algodón o como el rizo de la cresta de una ola empujándolos hacia una inmensidad deseada. Tomaron el Paseo del Prado jugueteando, diciéndose bromas bobas que terminaban en un abrazo y éste en un mordisco leve en el lóbulo de la oreja.
ÿl le mostró a ella, al tiempo que atravesaban la Plaza de Neptuno, unos cuantos billetes doblados.
- Y este es mi capital. ¿Será suficiente? -le dijo ella, enseñándole un viejo monedero.
Varios manifestantes aporreaban el cajero automático en la sede de un banco cercano. Gritaban enfurecidos mientras pateaban la indolencia de la máquina. Los viandantes esquivaban el tumulto, curiosos cuando consideraban la distancia prudencial, y luego proseguían su caminar eléctrico. Al poco, una sirena policial destacó por encima del carraspeo de los motores de los automóviles.
- Suficiente, seguro. -contestó él, besándola en los párpados.
Después de sentir sus labios, ella escudriñó el cielo a través de los ojos claros de él. Un firmamento límpido, entregado a la confianza de poder surcarlo sin que se quebrara, sin que a sus estrellas, enganchadas al antojo de sus pestañas, hubiera que frotarlas y frotarlas para sacar su brillo.
Se compraron un par de bocadillos de calamares fritos rebozados y sendas botellas de agua, y se sentaron, con un apetito voraz que los recorrió con ansia de vida en cada mordisco, en el bulevar ajardinado, próximo a la Plaza de la Cibeles.
Subieron por la Gran Vía y, al llegar a la Red de San Luis, torcieron a la derecha para tomar la calle Fuencarral. La vía peatonal servía para que estatuas humanas, gentes embadurnadas en tonos cobrizos ofreciendo su insólita quietud, espolearan la apatía de los transeúntes en pos de alguna moneda; cuando la moneda caía sobre su platillo, las estatuas humanas se movían breve e inopinadamente como mero agradecimiento y ganado descanso. La pareja se detuvo frente a uno ataviado como el artúrico mago Merlín. Risueños, cogidos por la cintura, dejaron caer una moneda de euro. El fraudulento Merlín, dejando de lado su mirada vacía, tocó sus cabezas con la punta de su varita estrellada. Después, tras guiñarles un ojo, se volvió a petrificar. Ellos rieron, mirándose los ojos y los labios, y se adentraron en el torbellino comercial de la calle.
Compraron condones en una farmacia de la calle Augusto Figueroa y aprovecharon para preguntar a la dependienta sobre algún hostal cercano.
- Acercaos al Hostal Paz, está aquí abajo, en la plaza. Es un sitio limpio y la dueña es una chica joven que está empezando con el negocio.
Les aconsejó la dependienta, dirigiéndose en parte a ella.
Encontraron fácil el hostal en la Plaza de Chueca, y apenas entraron en la habitación, se despojaron de las ropas e hicieron el amor despacio, aplacando su inicial fogosidad en juegos previos que inventaron fiándose de la respuesta sensorial del otro.
Más tarde, sentados en un banco de la Plaza de Chueca, justo enfrente a un grupo de jóvenes que tecleaban sin pausa sus teléfonos móviles con cretina terquedad, les pareció ver el atardecer en la cúspide de un decrépito edificio. El parpadeo de neón de un anuncio publicitario, enclavado en lo alto de un edificio colindante, lanzaba destellos sonrosados que se suavizaban con el vapor gríseo y húmedo de la noche otoñal por llegar.
- Nunca pensé -dijo ella, recostándose en el hueco del hombro de él- que vivir el amor sería así. Tan intenso, tan bonito..... Parece irreal, ¿no crees?
-Como irreal, sí. -musitó él, dejando un beso sobre la sien de ella.
Un coche aceleró estruendoso alrededor de la plaza, hizo rechinar sus cubiertas sobre el asfalto y subió el volumen de su aparato de música al máximo. El conductor, desde la ventanilla, llamó la atención de una de las jóvenes de los móviles. ÿsta le saludo agitando la mano y luego continuó concentrada en la pantalla de su teléfono. Después el automóvil dio otro acelerón y se llevo calle arriba su ruido.