Beatriz Suárez-Vence Castro
Los invisibles
Si vas a paso lento por cualquier calle puedes tener la suerte de verlos: Se materializan como hadas y duendes, de improviso, en un rincón. Pero mientras las hadas pueden volar y los duendes saltan con agilidad, ellos arrastran los pies y su mirada no tiene el brillo de los personajes de los cuentos. Sin embargo, puede que lo hayan tenido. Seguro que alguna vez tuvieron todo lo que ahora les falta y el tiempo se les ha pasado demasiado rápido. Algunos nos miran con expresión de asombro, reconociendo en nosotros lo que una vez fueron. Otros bajan la cabeza, como avergonzados, e intentan apurar el paso. Luego se paran para recuperar el aliento. Fuerzan una sonrisa valiente. Al menos pueden salir de casa. Los hay que no.
Casi ninguno te mira con rabia. Están cansados o han aprendido que la rabia sirve de poco. Miran con envidia a los que son como ellos pero que sin embargo reciben también la mirada de los demás y su reconocimiento porque aún pueden hacer cosas. Son útiles y por eso no son invisibles. Han vivido tanto como ellos pero la vida les ha tratado mejor. Llevan a sus nietos al colegio o se reúnen en bares para charlar o jugar una partida. Tienen su misma edad pero son visibles. La gente los tiene en cuenta. A ellos no.
Los invisibles tampoco pueden verse en el espejo. Y si alguna vez se atreven a hacerlo, no se reconocen. Les parece imposible que aquella imagen que refleja, que se mueve si ellos se mueven, sea la de ellos. Hace muy poco no eran así. Por eso prefieren mirar fotos de cuando no eran invisibles y la gente les prestaba atención. Además las fotos les traen recuerdos, el único patrimonio que nadie les puede quitar y también su refugio.
Hace menos de un mes un invisible se salvó de puro milagro. Se cayó en el baño de su casa y allí permaneció varios días desorientado hasta que el agua de un grifo abierto se filtró hasta la casa de sus vecinos. Sólo esa señal lo hizo visible para que pudiese ser rescatado por la policía.
111.000 gallegos por encima de los 65 años viven solos según el Instituto Nacional de Estadística en el estudio correspondiente al 2013. Han aumentado en 5.000 en dos años. La lectura positiva es que vivimos más y de forma más independiente, pero que nuestros mayores quieran cuidarse solos no quiere decir que puedan hacerlo bien. Es difícil a veces, ayudarles porque ellos no quieren en muchos casos renunciar a su independencia, a sus cosas, a su casa pero se vuelven frágiles para cuidarse ellos mismos. El ritmo diario es implacable y sin querer, los dejamos atrás, se vuelven invisibles y se pierden entre el tiempo que no tenemos para dedicarles.
Varios miles han encontrado apoyo en la tele asistencia domiciliaria y también fuera del hogar con dispositivos móviles que ante una emergencia permiten pulsar una alarma y localizar a la persona. También son una gran ayuda los centros de día para aquellos mayores que los aceptan como opción y el voluntariado de apoyo o compañía. A pesar de todo ello son más numerosas las necesidades que los servicios.
También nosotros tenemos una tendencia natural a no mirar a nuestros ancianos con el mismo cariño con el que miramos a nuestros niños. Todos lo hacemos. Es normal y es humano. Pero es injusto. Hay muchos invisibles a nuestro alrededor. Si pensamos en ellos se dejan ver. Y si nos interesamos por ellos cada vez veremos más. Si tomamos consciencia de que existen, dejarán de ser invisibles.