Fueron precisos varios meses para lograr conformar un equipo de personas comprometidas y capacitadas para aquel exigente proyecto. A uno y otro lado del mundo se logró encontrar los perfiles idóneos y con la disposición necesaria para afrontar el reto. Procedíamos de diferentes nacionalidades: salvadoreña, española, hondureña…
Todavía de madrugada, partimos de San Salvador, (capital de El Salvador). Antes hubo que negociar con otra excelente persona como el Padre Alcides sobre el préstamo, por varios días, del vehículo que utilizaba habitualmente para desplazarse a diferentes localidades del oriente del país en las que, entre otras cosas, atendía las necesidades de las parroquias y daba misa los domingos en distintos templos improvisados. Aquella petición no respondía a un antojo: esa camioneta estaba considerada como la más recomendable para cruzar, con seguridad, tres países de la geografía de Centroamérica.
Con él tuve el privilegio de vivir grandes momentos; de esos que se convierten en únicos e irrepetibles. Escenas y conversaciones imborrables: de teología, de política, de periodismo, de inteligencia emocional, de proyectos de cooperación, de la vida. Cada una de sus reflexiones atesoraba una ilimitada riqueza, y todas ellas se situaban al mismo nivel que sus fuertes creencias y convicciones por el bien común o por construir sociedades ecuánimes y solidarias. En buscar siempre el camino de igualdad entre seres humanos.
Gracias a su infinita generosidad pudimos intentar cruzar la frontera de un país (Nicaragua) dirigido por una férrea dictadura que, a día de hoy, se iguala a la de otros conocidos Estados, secuestrados por la mano de hierro de personajes que aprovechan la puerta abierta de la democracia para acceder al sistema y estrangulan los derechos y libertades sin pestañear. Un punto habitual de partida para acabar desguazando un modelo de convivencia igualitario.
Atravesar el primer punto fronterizo, el Amatillo, que divide El Salvador con Honduras solo precisó de algo de paciencia. Allí, sin complejos, los minutos pueden convertirse en horas. Y eso supone relajar las pretensiones de cualquiera porque cruzar de un territorio a otro solo requiere invertir tiempo: la vida en estos lugares del mundo suele transcurrir a cámara lenta. Para cualquier acción uno debe tomarse su tiempo. Nada se hace con prisa. Se huye de aquello que suponga un ritmo acelerado. La tranquilidad se impone para todo o casi todo. Hasta los saludos se pronuncian con una cadencia pausada; con el sosiego necesario para que contengan una suave sonoridad, tanta que resulta imposible negarse a esperar a que algo suceda. Y, mientras tanto, las constantes vitales no se resienten, en lo más mínimo, ante una inusitada calma generalizada; parecen agradecer esas grandes dosis de pausa
Llevó su rato pero, finalmente, dejamos atrás las carreteras salvadoreñas y comenzamos a rodar por las hondureñas; si no hubiese un punto fronterizo nadie sería capaz de diferenciar un territorio de otro porque ambos países gozan de una envidiable abundancia de recursos naturales en la que se impone un intenso color verde. Donde la vista puede llegar a tropezar con la grandeza de un volcán inactivo o aletargado en el horizonte. Se suelen presentar con una postura firme y vigilante ante todo lo que sucede a su alrededor, imponiendo una silenciosa y misteriosa autoridad. Sin embargo, los modestos puestos de comida y frutas así como algún restaurante popular, a píe de carretera, hacen evidente del lugar donde nos encontramos porque en el improvisado decorado nunca falta la bandera nacional (que coincide en los colores blanco y azul celeste con la del país vecino).
Al poco tiempo de tocar la frontera, ubicada en un extremo del municipio de Choluteca, comenzó a oscurecer. En estas latitudes, el relevo del día a la noche se produce en cuestión de minutos, a una velocidad de vértigo. Se trata de un fenómeno que hace difícil poder admirar un anochecer en las debidas condiciones: con la lentitud necesaria como para saborearlo de una forma distinta. En pocos minutos se apaga la luz natural y reaparece la noche cerrada. Quizás, sea de las pocas cosas que pasan con extrema rapidez. Y eso fue, exactamente, lo que ocurrió mientras hacíamos los trámites en una pequeña caseta fronteriza, con un solo funcionario desganado por nuestra hora de llegada, para abandonar Honduras e intentar acceder a Nicaragua; entre una y otra había una leve separación física de unos centenares de metros. Con una vieja linterna en la mano nos alumbraba y apuntaba directamente a la cara. Se aprovechó que carecíamos de moneda local - algo muy habitual en estas situaciones - para realizar un cambio de divisa a su favor, de dólares a lempiras, en el momento de efectuar el pago de la tasa correspondiente para tramitar la salida. De poco sirvió todo aquello porque pasadas unas horas habría que regresar tras sufrir una cierta humillación en el siguiente control fronterizo.
Decidimos dejar la camioneta estacionada en territorio hondureño y recorrer a pié la distancia que separaba un punto de otro. Para ello había que cruzar el río que da nombre a Guasaule, una pequeña localidad que se encuentra partida a la mitad por una absurda frontera; de este modo, una parte del vecindario es de nacionalidad hondureña y otra nicaragüense. Al observar aquella extraordinaria situación no pude evitar plantearme en cuál de las dos partes de ese pueblo transnacional se viviría mejor o con mayor nivel de servicios básicos: agua, luz, saneamiento. Una curiosidad que no encontró las necesarias respuestas debido al trato policial que íbamos a encontrar en la frontera nica. Teníamos muy presente que las principales dificultades llegarían al cursar nuestra solicitud de entrada acompañada de la ficha de inmigración cumplimentada, como así fue. Esas amplias dependencias fronterizas están albergadas en una especie de gran almacén pintado con el característico color azúl celeste: el tráfico de grandes camiones, que buscan entrar o salir, era continuo. También, algún autobús con pasajeros o turistas, sometidos a largas esperas para tramitar su petición y continuar con su viaje.
Después de casi una hora llegó nuestro turno. Uno a uno del equipo fuimos desfilando; primero, por un mostrador central que se encontraba acristalado con una pequeña ventana rectangular para poder conversar y negociar con el funcionario, porque allí resulta fundamental tener afinado el sentido de la negociación. Hacía las veces de central de tramitaciones. Desde ahí iban derivando los casos a unas oficinas, también cerradas con amplios cristales, que se situaban en una parte superior. En medio había dos grandes bancos de cemento para sentarse y aguardar la resolución; daba la sensación que cada uno de los allí presentes esperábamos una especie de sentencia judicial. Cruzando los dedos para que el dictamen fuese favorable.
No disponíamos de un operador de móvil para poder comunicarnos con nuestros aliados y contrapartes que ya nos esperaban en Ocotal, Nicaragua. Y esas limitaciones me inquietaban ante la incapacidad para transmitir las circunstancias que comenzábamos a vivir: vehementes interrogatorios individuales, supervisión y análisis de toda nuestra actividad en redes sociales, exigencia por conocer la cantidad de dinero que portabamos y una especie de confesión de nuestra red de contactos en interior del país. Todo aquello nos parecía un auténtico atropello a los derechos humanos. Y el intento de promover un proyecto para los movimientos sociales y feministas nicaragüenses se había vuelto en nuestra contra como un auténtico boomerang.
El reloj marcaba casi medianoche. Ante los acontecimientos nada hacía presagiar que avanzaríamos un solo metro más en territorio de Nicaragua. Uno de los compañeros, de origen salvadoreño, seguía siendo sometido a una ferrera batería de preguntas. Desde abajo veíamos, a través del cristal de la oficina de un superior de la aduana, como el tono de voz y los gestos de los funcionarios de policía carecían de una mínima amabilidad ante su negativa a desvelar cualquier nombre, número de teléfono o institución con la que teníamos intención de trabajar. La excitación era máxima en el interior de aquel cubículo.
De repente, mientras el último miembro del equipo interrogado abandonaba la oficina, después de una interminable discusión, se acercó un agente con una instrucción clara: "tras revisar su situación no reúnen las condiciones para entrar en el país. El incidente de hoy quedará reflejado en el sistema", nos dijo.
No entendíamos demasiado a qué tipo de incidente se refería: ¿a nuestra negativa a dar información más allá de la necesaria?, ¿a pretender cooperar con instituciones locales de derechos humanos? o ¿a nuestra condición de profesionales extranjeros de la comunicación? Posiblemente, un poco de las tres.
Esa decisión de las autoridades de la aduana provocaría un verdadero trastorno. Que nos viéramos en plena medianoche sin un plan B, y con la única salida de volver a Honduras, suponía transitar por un escenario crítico y complejo.
Conseguimos tramitar el reingreso, previo pago nuevamente de dólares a lempiras, y pusimos rumbo a Choluteca con la esperanza de encontrar algo. Así fue. Un pequeño hostal de la localidad, todavía con la luz encendida, ofrecía una modesta habitación para los cinco en la que pudiéramos descansar y recuperarnos de tal odisea. La oferta nos pareció un verdadero lujo tras lo vivido, una buena alternativa.
Todo aquello había logrado consumir completamente nuestras energías. Estábamos agotados después de sumar mediodía sin comer o beber algo, y con cientos de kilómetros en un cuerpo dolorido.
A la mañana siguiente recibimos una llamada en la que un agente de inmigración nicaragüense presentaba algunas disculpas por lo sucedido en la frontera. No supimos cómo, pero habían conseguido el número del celular de uno de nosotros. Insistían en poner condiciones: "siempre y cuando dejen constancia de su ruta y sus lugares donde se alojarán, podrán entrar". Inmediatamente, declinamos tal posibilidad y no accedimos a tal chantaje.
Ellos habían fallado en su delirante táctica de intentar identificar a nuestros valiosos contactos. Su estrategía había fracasado. Y, en cierto modo, sentíamos un gran alivio por haber sido capaces de proteger a quienes estaban dispuestos a darnos cobijo y una sincera bienvenida, y no delatar involuntariamente a la preciada red de amistades en el país. Afortunadamente, ese primer ensayo dejó las puertas abiertas para pensar en futuros intentos; sucederá en el mismo instante en el que el pueblo de Nicaragua recupere el poder y el control para decidir su propio destino. ¡Mantenemos la esperanza!