¿Y ahora qué?

15 de febrero 2021
Actualizada: 18 de junio 2024

Hace apenas unas horas que me acaban de confirmar que mi hijo es positivo en Covid ¿Y ahora qué? Y poco más de un año que he comenzado a entender la vida desde otro punto de vista no tan cabal, pues comprendí que ya era hora de dejarse de falsas esperanzas de cambio, olvidarse de aquellos sueños incumplidos y tantas expectativas rancias que muy probablemente, aunque las hubiese satisfecho, no me hubiesen hecho mejor persona, ni mejor profesional, ni mejor madre

Hace apenas unas horas que me acaban de confirmar que mi hijo es positivo en Covid. ¿Y ahora qué?

Y poco más de un año que he comenzado a entender la vida desde otro punto de vista no tan cabal, pues comprendí que ya era hora de dejarse de falsas esperanzas de cambio, olvidarse de aquellos sueños incumplidos y tantas expectativas rancias que muy probablemente, aunque las hubiese satisfecho, no me hubiesen hecho mejor persona, ni mejor profesional, ni mejor madre. Estoy pues, en ese momento vital que todos ansiamos, pero parece que nunca va a llegar, de no creer en nada, de tener que desaprender lo aprendido con tanto esfuerzo por pura supervivencia y de no fiarme ni tan siquiera de lo que ven mis crédulos ojos, pues una ya está escaldada de tanto cambio de paradigma.

Un trance que pudiera verse afectado por esta más que cansina nueva normalidad pero que apenas cambia mi percepción del mundo, de la vida o de la propia esencia de lo que somos, queremos o podemos llegar a ser.

Siempre al borde del colapso, deberíamos (yo la primera) empezar a analizar el pequeño detalle que nos ha traído hasta aquí, pues la mentira empieza a colarse por todas las rendijas de nuestras cada vez más insulsas vidas y aunque suene catastrofista, esto no pinta bien.

Y es que el amor dura lo que duran los primeros síntomas del Covid, la amistad lo que dura tu conexión a internet y la confianza, en tiempos de pandemia, lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks.

Y no dudo del amor sincero, de quien te cuida incluso más de lo que se cuida a sí mismo. Pero en tiempos de pandemia, también el amor debe intentar sobrevivir pues sin él malamente nos arreglamos.

Y sí, fingimos estar sanos para no perder una entrevista de trabajo o el propio trabajo. Y volvemos a fingir con el vecino que nos deja subir en el ascensor. Y fingimos con el amigo o familiar que hace tiempo que no vemos, pero que necesitamos ver y que no queremos dejar de ver. Y continuamos ocultando ese pequeño malestar que tenemos tras dos horas de video llamadas. O ante nuestros propios hijos después de un viaje a Madrid contando que no nos subimos en el temido metro, o que nos hemos cuidado muy mucho de no acercarnos a nadie en un hospital más que abarrotado.

Y esto me hace pensar en todo lo que hasta ahora entendimos como verdades absolutas y que por lo visto ya no tienen tanto significado. Pues todas las piezas del puzzle se han vuelto a descolocar. Y no nos queda otra que empezar a intentar encajarlas de nuevo desde el principio. Una a una. Y lo peor de todo, sin saber ni siquiera qué forma tiene este nuevo puzzle.

En fin, que todo el mundo miente: los padres a los hijos diciéndoles que no se preocupen, que todo saldrá bien. Y los hijos a los padres sonriendo y admitiendo que es verdad, que todo saldrá bien.

Me pregunto cómo será la vida de mis hijos con o sin mentiras. Si ellos tendrán la suerte de poder surfear en el mar de Tasmania rodeados de una naturaleza que no les imponga prácticamente ninguna condición. O si podrán presenciar desde un pequeño bote el inusual baile de las ballenas jorobadas en Hervey Bay, en la costa este del continente australiano. Si podrán ver el amanecer arropados con apenas un fino edredón a orillas del Lago Enol segundos antes de ver desaparecer las últimas estrellas. Si podrán pasear por las áridas estepas etíopes tras subirse a una mula atestada de garrapatas. O si podrán bañarse desnudos en las islas Cíes con la bella ardora como inesperado telón de fondo. Recorrer cada barrio de Londres en un solo día como si fuesen un finalista de Pekín Express. O si tendrán la suerte de poder acompañar en su sensual baile de bienvenida a las bailarinas polinesias, intentando simular su belleza en la isla de Bora Bora.

Si podrán bailar sobre la muralla de Cartagena de Indias vistiendo un sutil "piyama" bajo una super luna o probar el pez sierra servido en papel Kraft en el agitado mercado de Basurto. Pasear en un mini descapotable por la Costa Azul como si fuesen la propia Grace Kelly y su adorado Príncipe Rainiero. O si podrán impregnarse del sabor a espuma de mar de las ostras de la bahía de Arcachon. Navegar por las aguas turbias del río Magdalena hasta llegar a Santa Cruz de Mompox, en el departamento de Bolívar, la ciudad más genuina que conoceré nunca. Despertarse en un castillo en el punto más occidental de Inglaterra, en Land,s End, rodeados de curiosos turistas buscando como tú el fin del mundo. Intentar ver al monstruo del Lago Ness en las Highlands escocesas después de comer unos deliciosos Haggis, un embutido hecho con el corazón, hígado y pulmones del cordero típicos del lugar. O sentir el placer de conducir cada milímetro de costa desde San Francisco hasta San Diego, con la música puesta a todo volumen mientras observas un eterno diaporama hollywoodense.

Dormir durante días en una furgoneta sin más equipaje que el abrigo del ser amado. Disfrutar en la noche de un ballet ruso en San Petersburgo con una leve excitación por querer volver al hotel sin ningún tipo de contratiempo pues se ve que he visto muchas películas de espías. Conocer una aldea maya en Cobá (México) y adentrarte en los ojos del bebé que chupa la teta descubierta de su joven madre, intentando disimular nuestra verdadera perturbación por inmiscuirnos involuntariamente en ese momento tan íntimo. Adentrarte en los solemnes montes vascos del Camino del Norte, la ruta jacobea de mayor belleza mientras a tu lado tararea una vieja canción irlandesa el presidente de la Academia de Cine Europeo. O si podrán comer pistachos en Egina, una isla en medio del golfo Sarónico griego después de bailar improvisadamente la danza del Sirtaki como si el inimitable Zorba el griego hubiese resucitado. Recorrer el empedrado de la antigua ciudad marroquí de Chefchaouen, la medina de Ashila o pasear por el barrio judío de Essaouira, o tener que taparse la nariz con una ramita de menta para conocer la famosa curtiduría de Fez y no tener que sentir su característico olor a excremento de paloma.

Me pregunto si mis hijos podrán vivir todos esos momentos, que, aunque muchos de ellos implicaban un modo de vida con cierto grado de riesgo y aventura, no comportaba el despojo absoluto de todo ápice de cotidianeidad o de libertad, una palabra tan en desuso últimamente. Y es que cada recuerdo se hace más difuso y cada anhelo más doloroso, y lo que antaño nos parecía un privilegio hoy se nos presenta como una cruel distopía de la que nos es tan duro renunciar.

Hace apenas unas horas que me acaban de confirmar que mi hijo es positivo en Covid y aún me tiemblan las manos. Y sí, sigo preguntándome ¿y ahora qué?