Aquella mañana Jacinto no andaba con muy buen cuerpo que digamos. Probablemente se habría quedado destapado por la noche. Encima era un tío tirillas y las defensas las tenía por los suelos. Se vistió acompañado por unas tiritonas muy desagradables. Llevó una mano a su frente; tenía fiebre. No tomó más que un café bebido. Se dirigió al trabajo entre toses y con el vómito rondándole la glotis. Descansar unas horas más de lo habitual que en cualquier otro oficio, lo agradecía en momentos como éste. Cierto es que en ocasiones debía salir a otras ciudades, pero echaba unos sueñecitos reparadores en los asientos de los trenes o autobuses. Alguna vez cogía el avión aunque no era lo más común. Todo pagado, por supuesto, e incluidas las dietas.
Por lo menos ese día no tuvo que desplazarse muy lejos. Ya se dijo que no se encontraba muy bien, pero debiéndose como se debía a la afición y especialmente a la hipoteca que venía de forma religiosa cada día uno, sacaba fuerzas de flaqueza. No consistía en un trabajo en el que tuviera que madrugar, pues se trataba de reunir al máximo de espectadores posibles, preferiblemente haciéndolo coincidir con la hora del aperitivo o, en su defecto, con la del chocolate con churros de la merienda. Era gratificante sentir el disfrute de la gente. Claro que si las cosas no salían como es debido, no tardaban en aparecer los primeros pitos y el resuello de alguna señora susceptible a estos desagradables desatinos.
Jacinto tomó aire. De nada le sirvió. Tuvo que vomitar en el primer árbol con el que se topó. El alivio fue pasajero, aunque menos da una piedra. Al llegar estaba todo preparado. Disponía de mucho tiempo por delante y entró en un bar que solía frecuentar cuando le tocaba trabajar por la zona. Los camareros normalmente le ponían un anís tras otro para que liberase tensión. ¡Menuda fortuna la suya! ¡No le dejaron pagar ni una! ¿Tanto le admiraban? Sin embargo, no es menos cierto el que procurasen mantener en secreto su identidad: no es de extrañar que a la gente le produjese mal fario el beber de donde anteriormente había bebido él. En esa ocasión insistió en que le sirvieran una manzanilla para que se le asentase el estómago, no sin un chorreón de brandy, que los nervios son muy traicioneros. Después miró el reloj. En veinte minutos debía encaminarse y cumplir con su cometido. Ahora el brandy regaba su garganta a palo seco. Se levantó del taburete un tanto mareado.
La plaza estaba atestada de gente. Daba gusto trabajar así. Jacinto se acercó al hombre. Le dijo unas palabras y subieron cinco peldaños de madera. Después vino el sacerdote. Tras rezar por su alma dio media vuelta, silencioso. Este solía ser con seguridad el momento más delicado; el final había llegado irremisiblemente y se echaban de menos buenos profesionales que, como Jacinto, mostrasen su lado más humano. Jacinto fue otra vez junto al reo y le puso la capucha. Lo maniató. Lo consoló pasándole una mano por el hombro. Giró la manivela una primera vez; una segunda; a la tercera el hombre había muerto. Un trabajo limpio, bien hecho, sin más sufrimiento del debido para el ajusticiado. Los espectadores voceaban del júbilo y, los que iban acompañados de sus hijos pequeños, les instruían en que fuesen por el camino recto si no querían acabar como ese infeliz.