Le gusta andar por el campo y agacharse a mirar las margaritas, pero no las corta ni se las pone en el pelo, que le gusta llevar suelto, sin pinzas ni diademas que lo sujeten.
Saluda a los abejorros, a las ranas y a las arañas, y tiene un perro, al que llama cuando oye ladrar. Le gustan todos los perros. Le digo que no vaya detrás de Chapito y que no lo acaricie, porque es muy tímido y le dan miedo los extraños. Que espere a que sea él quien se acerque, y entonces ella deja inmediatamente de perseguirle, pero sigue observando sus movimientos.
Me enseña dos trenes que lleva en las manos y me invita a jugar con ellos.
Una de las cosas que más le gusta a Vanesa es el agua. Mete la mano entera en la piscina en pleno febrero y si le preguntas si está fría, dice que no. Y su no, te convence.
Me indica el agua y yo empiezo a agitarla hasta que salen burbujas y se las señalo. Ella no dice nada, pero empieza a explotar las burbujas, sonriendo, hasta que desaparecen todas y entonces me pide que haga más. Luego se fija en cómo lo hago y las hace ella.
Se ha fijado en que hay que agitar el agua muy rápido para que salgan. Le gusta aprender y las burbujas salen redondas y perfectas.
Me observa mucho. Y yo a ella. Al fin y al cabo, nos acabamos de conocer y se ve que a las dos nos gusta saber exactamente con quien tratamos. Tiene unos ojos oscuros enormes y pecas en la nariz.
Me coge de la mano y me dice:
- Arriba.
- Vale, - le digo- pero por ahí no, Vanesa, que es difícil. Vamos mejor por aquí-
Ella se queda observando la pendiente y decide seguirme. Chapito, que es muy parecido a ella, no participa en los juegos. Pero no nos quita ojo.
Estamos en casa de quien ha sido su profesora durante tres años y con la que ha hecho un vínculo ya indestructible. A su madre, Patricia, la quiere muchísimo. Cuando Patricia le dice que haga algo- o que no-, obedece, aunque primero intente salirse con la suya, como todos los niños.
Nos sentamos en un banco y Chapito, que ha estado observando nuestras idas y venidas, decide por fin acercarse a ella y ofrecerle la grupa para que se la rasque.
En el lenguaje de mi perro, eso significa que la acepta en su mundo. Ella no lo toca hasta que yo se lo digo. Mira cómo lo acaricio y luego lo hace ella. Cuando su mano toca el pelo de Chapito, se emociona muchísimo. La alegría le llega al alma. Otro reto conseguido para ella después de una carrera de obstáculos enorme que es su vida y que está acostumbrada a superar.
Su madre se acerca con un buen manojo de hortensias para plantar. Los perros y nuestra anfitriona, Carmen, se unen a nosotras, y Vanesa, sin soltarse de la mano, me enseña una ciruela que se ha caído de un árbol. Es muy parecida a otra que le he enseñado hace un rato, picada por los pájaros. Envidio su memoria.
Empieza a refrescar, pero ella no tiene frío y no le apetece ponerse el abrigo. Otro clásico de cualquier infancia.
Nosotras sí. Nosotras nos abrigamos y vamos hacia los coches. Ella mira para otro lado cuando su madre le dice que se despida de su profe, ahora amiga, y de mí y, en una mezcla de lenguaje oral y de signos, nos hace ver que está triste. Se lo ha pasado muy bien y no sabe cuándo va a volver a vernos. No le gustan las despedidas.
Su madre se las arregla para acomodarla a ella y a su perrita en el coche, y para colocar las varillas de las hortensias en el maletero. Y se van.
Chapito y yo, entramos en el coche de nuestra amiga, que nos va a llevar a casa.
Me voy con la sensación de haber aprendido muchísimo de Vanesa, como siempre me pasa con los niños.
Vanesa tiene nueve años y autismo. Pero, sobre todo, tiene nueve años.