
La vi por primera vez el 4 de octubre, en A Illa dos Ratos. No la buscaba, no la esperaba. Fue una aparición breve, inesperada, de esas que parecen un regalo. Una garcilla cangrejera, elegante y delicada, en una zona donde no es habitual verla. Pensé que sería solo un instante, una parada en plena migración. Me quedé con esa imagen y no volví a verla durante meses.
Hasta que reapareció.
No fue en el mismo sitio. Esta vez, me enteré a través de los avistamientos de otras personas: alguien la había visto en medio de la ría, y más tarde en otros rincones del entorno. Contra todo pronóstico, parecía que se había quedado. Hay muchas posibilidades de que sea la misma de octubre. Una visitante inesperada que ha hecho del invierno algo distinto.
Desde entonces, la he visto varias veces. Se mueve sin parar, de aquí para allá, en busca de alimento. Y aun así, hay algo en su forma de estar que transmite calma. No parece tener prisa. Explora, se detiene, vuelve a moverse. Su presencia, aunque activa, no interrumpe el paisaje: lo acompaña.
No es fácil explicar por qué una sola especie, un solo individuo, puede generar tanta fascinación. Tal vez porque no debería estar aquí, o porque rompe con lo que esperábamos. Tal vez porque verla una vez fue suerte, pero seguir viéndola es otra cosa. Es un recordatorio: las aves no siempre hacen lo que creemos, y la naturaleza, a veces, se permite excepciones.
Cada vez que la encuentro me detengo más tiempo del necesario. Solo la miro. Disfruto de su presencia, porque quién sabe: quizá mañana ya no esté. Pero si algo me ha enseñado esta garcilla es que hay aves que no solo se ven: se quedan. En el paisaje y en la memoria.