Una semana después de levar anclas, el buque transoceánico presentaba un desbarajuste lamentable. De los responsables elegidos que deberían controlar el discurrir cotidiano de la nave apenas quedaban dos o tres que más que encargados eran unos mafiosos que daban el mejor acomodo y el más preciado bocado al mejor postor. Se intercambiaban dinero, objetos, ropas e incluso favores sexuales para que esos "responsables" procuraran la mejor estancia en el barco según valía. Dos eran ex militares albanokosovares, Gjon y Dardan, diestros en la extorsión y la tropelía, el otro era un veterano trilero, que se hacía llamar Carlangas, que llegó a hacer fortuna explotando a muchachas brasileñas, colombianas y rumanas en un antro de carretera de neones sugerentes. Los tres gozaban de un camarote espacioso, con aseo y bañera de cinco chorros, destinado a los insignes mandatarios.
Mientras una parte de los pasajeros habitaba lugares dignos haciendo sus tres comidas, otros se hacinaban mugrientos comiendo sobras.
La tripulación, con tres bajas que sucumbieron tirados por la borda en sendas noches de guardia, estaban atrincherados en torno al puente de mando y sin poderse asomar por el resto del buque. Los maquinistas se relevaban sin poder abandonar el cuarto de máquinas con la salvedad de que recibían sus raciones de comida diaria, cosa que no ocurría con el resto de la marinería incluyendo, por supuesto, al capitán.
— Preferiría que me colgaran del palo mayor y me pudriera a sotavento antes que soportar este sindiós agónico.
Solía lamentarse el capitán, ya sin su gorra y con la guerrera sucia y desabotonada, sentado en el suelo a un costado de Briones.
— Y con un rumbo tan confuso, si me permite comentarle, mi capitán.
Decía el cabo primero Briones, escudriñando abúlico y ojeroso el mar neblinoso y tan en calma.
— Y con las raciones de comida bajo mínimos en esta parte alta del barco. ¡Me cago en la madre que parió a Panete!
Rezongaba Marrupe, dando pisotones a diestro y siniestro.
Todos se quejaban con razón: el desorden era capital, el rumbo indefinido y la comida que llenaba la despensa militar estaba agotándose, pues los contenedores de avituallamiento principal, obviamente, estaban en manos de los amotinados mafiosos.
Ana, J., Baldomero y Mamadou, junto con la familia del pequeño Armandito, tuvieron que cambiar obligatoriamente de alojamiento debido al peligro. Los responsables mafiosos se las habían apañado para hacer una pequeña milicia, armada con todo objeto contundente (las armas arrebatadas a los marineros ajusticiados estaban sólo en manos de los tres hampones), que, además de protegerles, vigilaban de continuo a los pasajeros permitiéndose toda clase de barbaridades. Mamadou les hizo frente varias veces, pero decidieron que lo mejor era ocultarse en algún lugar lejos de sus batidas.
— Esto es una puta guerra, amigos navegantes del destino, la guerra del hombre contra el hombre encargada por un puñado de hombres, como siempre fue, y no queda otra que salvar el pellejo escondiendo el hocico.
Dijo Baldomero, el día que se mudaron a un escueto cuartucho cercano a la sentina.
El olor en el nuevo alojamiento era nauseabundo, sin olvidar el zumbido intermitente de las bombas de achique, sin embargo por esa misma razón era seguro; por allí poco o nada se podía utilizar o robar excepto inmundicia.
— ¡Se está yendo la niebla! -exclamó Mamadou eufórico entrando en el cuartucho.
Él era el único capaz de hacer incursiones clandestinas en la parte alta del barco para traer las provisiones que podía o ropa de abrigo.
Todos fueron a rodearle ansiosos por recoger la bolsa que traía y conocer la novedad.
— Andan ahora alborotados todos -decía, moviendo acelerado las manos- La gente está en barandilla, todos locos, contentos, chillando. Hasta maromos armados miran la claridad en el agua "embobaos".
— Es buena noticia….. pero eso no mejora la situación -dijo Baldomero- Con los matasietes rondando a las órdenes de los gánsteres estaremos en las mismas en menos que canta un gallo.
— ¡Arturito va a ver el mar! -dijo Úrsula, apretando al niño contra su pecho.
— Y…. ¿podemos verlo? -preguntó Fulgencio, tras los hombros de su esposa.
Mamadou les hizo una señal de silencio y les condujo por una angosta escalera de caracol que chirriaba bajo sus pies. "Sólo verlo en rendija, eh", les comentó en voz baja en negro señalándoles un respiradero minúsculo que coronaba la escalera.
Entre la algarabía de cubierta, uno de los albanokosovares lanzó una ráfaga de disparos que pausó por unos momentos el entusiasmo general. Los tres capos rieron haciendo reiterados gestos para que volviera el júbilo.
Uno por uno fueron viendo el mar calmoso bañado por los rayos pálidos del sol. El horizonte era una balsa de aceite infinita que se inclinaba a uno y otro lado con la parsimonia de la navegación.
— ¡Joder, he visto la panza de un pez enorme! -exclamó Ana cuando ocupaba su turno- Diría que está muerto.
En efecto, J., Baldomero y Mamadou confirmaron la visión de la mujer. El pez, un delfín o un tiburón, yacía panza arriba mecido por las olas. Brillaban sus escamas entre sus ojos desorbitados y su boca entreabierta.
En el puente de mando se celebró, en un principio, con más reserva la desaparición de la niebla. El capitán, Briones, Marrupe y Ortiz, los que ocupaban la cabina de mando, escrutaban la infinitud del mar con gesto grave. Nadie se atrevía a decir nada. Era una buena noticia, como dijo Baldomero, pero no cambiaba nada, sólo una perspectiva que duraría hasta que la novedad fuera insistente.
— ¡Capitán mire hacia estribor! -exclamó Briones súbitamente- ¡Allá en aquel punto lejano al noreste! ¡¡Joder, juraría que es un barco!!
El capitán tomó aprisa unos binoculares.
Marrupe y Ortiz se hacían visera con la mano sin apreciar gran cosa.
— ¡La rehostia! -habló el capitán emocionado al cabo de unos instantes- ¡Es un barco, Briones, es un jodido barco de pasajeros! Tome su rumbo y ordene al cuarto de máquinas que a todo trapo. ¡Aprisa, todos a sus puestos, marineros!
Marrupe y Ortiz se miraron para encogerse de hombros en ademán circunspecto.
En la cabina de mando hubo un momento de confusión pues, excepto el cabo primero, nadie tenía puesto definido. Los veteranos marineros salieron raudos como si acataran la orden con esperada subordinación, sin embargo se detuvieron en el puente junto al resto de compañeros, la mayoría sentados en el suelo o escudriñando soñolientos el revuelo de los pasajeros en cubierta.
— Ordena el "capi" -les dijo Marrupe con desaliento- que vayamos a nuestros puestos…… Ya sabéis…… a vuestros puestos….. a vuestros…. ¡Joder qué putos puestos de mierda dice ese lunático!
Algunos rieron, lo cual sirvió para que el avezado marinero les lanzara una mirada cortante. Después, se apoyó brusco en la baranda dándoles la espalda.
— Venga, muchachos, dispersaros un poco. Haced cómo que vigiláis, por ejemplo.
Les arengó Ortiz, empujándoles por diferentes lados.