La noche en realidad era mágica, con aquella media luna mora, de un amarillo yema, recreándose en su creciente, insinuando esa "D" mayúscula que sirve de referencia para conocer si va o no a parir el resto o a involucionar en una desaparición. Sus puntas definidas, agudas, afiladas, remataba en unos finos picos casi como hilos dorados que intentaban abrazar con timidez, casi incapacidad, la gigantesca sombra del resto que se adivinaba misterioso e iría surgiendo en días sucesivos. El gajo de una luna grande camino de la plenitud, copiado en la insignia de nuestras guerreras, colgaba de la noche apacible, con alguna estrella alrededor, pocos días después de haber sido hollada por el hombre por primera vez sin que por ello hubiese perdido su virginidad africana.
La tierra devolvía de forma agradable el calor recibido por el día con la serenidad y el embrujo de un África que, incipiente en Rusadir, ya aventuraba maneras de misterio de desiertos, selva y ríos caudalosos en una combinación de olores dentro de una calma como pocas y es que, aunque no lo percibamos conscientes, el tiempo, a veces, se para para que puedas notar la vida.
Acababa de llegar del comedor donde había cenado una fuente de jurelitos fritos, muy torrados por un aceite de mala calidad que me supieron a gloria, acompañados por unos buenos vasos de café y malta con anís que me servía directamente de una enorme cafetera de aluminio grueso, todo ello en solitario, sin prisas, con la tranquilidad que me daban aquellos galones ganados no hacía mucho que me deparaban algunos privilegios más. El resto de la tropa se aprestaba a meterse en las literas ante la inminencia del toque de silencio que cerraría el día; pero yo podía permitirme quedar algún tiempo más fuera del barracón del Tábor y me senté fuera, al lado de la puerta de entrada, en un banco revestido de pedazos de terrazo irregulares que lo adornaban. Saqué un cigarro que encendí con lentitud y me recosté contra la pared del barracón intentando ver, a la luz de una farola, en las moreras que adornaban las calles entre los barracones, los pequeños camaleones que veíamos moverse lentos y perezosos cuando cazaban durante el día.
"Sevilla" salió del barracón rumbo a los lavaderos que nos habían servido para aliviar el cansancio de los pies tras la larga marcha de la tarde. Apenas un par de pasos, cuando me vio, cambio el rumbo y se acercó. Sin decir palabra se sentó a mi lado. En silencio abrió una bolsita y rellenó con su contenido un papel de liar al que dio forma con maestría. Al encenderlo una pequeña llamarada le iluminó el rostro y entonces me fijé que aún llevaba puestas las gafas de sol. Dio una profunda calada que expulsó con lentitud al tiempo que me pasaba el cigarro. Cambié de mano mi pitillo y di una calada semejante a la suya del que él me ofreció. Oímos un ligero revuelo al fondo de la calle, pasado el Patio de Armas, en las dependencias del Cuerpo de Guardia y vimos salir hacia el palo de la bandera ya arriada a Gongoítia, un pamplonés que tocaba la corneta como pocos. Le vimos pararse y afianzar su postura, firmes, con el pulgar izquierdo en la chapa del cinturón y la corneta pegada a sus labios, mirando hacia aquella misma luna. Las notas salieron de su cornetín claras y prolongadas en sinalefas hechas a pulmón y corazón, rompiendo la noche en su invitación al descanso, como si fueran entregadas al mejor y más amado de los silencios. Cualquiera diría que el pamplonica lloraba con la corneta, y es que aquel navarro no era poca cosa en los toques cuando le correspondía guardia. Bajé la cabeza, cerré los ojos y dejé que aquellas notas llegasen a mi alma en toda su plenitud. Al rematar, aún con el sonido del cornetín en mi cerebro, la voz de "Sevilla" sonó temblorosa
--¡Cago sus muertos, Calos! Toy siego pero no sordo" ¡¡Cómo toca ese hijo de puta!! ¡Cago sus muertos!
Mi pensamiento voló con aquellas notas. Me acordé de la panda que estudiaba años atrás en un pequeño local que Miguel tenía en la calle Marquesa y de aquel "Pregheró" de Celentano que escuchamos tantas veces. Suspiré esperanzado y nostálgico pensando que en el puerto de Rusadir zarparía en breve el "Vicente Puchol" o el "Antonio Lázaro" rumbo a Málaga o Almería para volver a buscarme ya no completamente; porque en aquel silencio y en aquella tierra africana quedaría gran parte de mí.