Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 9ª)

07 de marzo 2023

Pasaron por la pensión de la señora Hilaria para recoger la película prometida por K. Luego comieron en el bar "Las Torres".

— Dónde irá la pareja más garbosa de Carabanchel -les dijo doña Pura, la lotera ambulante, al verlos salir del bar.

K. le guiñó un ojo.

— Y contigo, Pura, iríamos derechitos los tres a una posada en el cielo -comentó Baldomero haciendo un gesto ampuloso de gallardía.

Pasaron por delante de lo que fue el bar Prieto, ahora un colmado regentado por ciudadanos chinos llamado "El Buda del euro".

— ¡Me cago en la mar salada! -exclamó Baldomero, sin querer mirar y mirando a lo que fue parte de su vida- Se me revuelven las tripas viendo en lo que ha quedao mi garito. Es que estos chinos venden de todo menos algo de calidad y les importa un comino que se note. Fíjate en la mierda que tienen los escaparates. Yo que antes los tenía como los chorros de oro.

— Bueno…. Chorros, chorros de oro….. Algo opacos estaban siempre, eh.

K. lo dejó caer soslayándole.

— Anda, vete a tomar por culo y te mando cerca.

Al llegar a casa de Baldomero pusieron el dvd en un destartalado lector sobre el que reposaba el busto en papel maché de John Wayne, según rezaba en un diminuto cartel en el canto de la base. Si no hubiese sido por esa aclaración, nadie habría identificado al actor, un vaquero típico en postura tradicional y rostro indefinido.

En realidad, el dvd era pirata, un regalo de Joshué, que ahora se dedicaba a ser mantero y lo que fuera menester por el barrio.

— Una oferta de Quintín -dijo con sorna Baldomero- Esta película tiene más tiros pegaos que los que va a dar William Holden.

Pero Baldomero se quedó dormido en menos de media hora. Tumbados en un sillón de mimbre de cojines floreados, frente a dos tazas de café vacías, K. escuchaba los ronquidos del otro sumido en sus pensamientos mientras en la pantalla soldados del ejército mejicano y cazadores de recompensas la emprendían a tiros.

Se levantó para acercarse a la ventana con vistas al Parque de Las Cruces. La tarde avanzaba entre las copas de los árboles envolviéndolos con el viso de una neblina que comenzaba a espesarse. Al fondo, como si fuese el cráter de un volcán apagado, el auditorio ruinoso mostraba la viruta del verdín en las gradas cual corteza llovida. K. meditaba algo que le procuraba morderse los labios con fruición. Observaba el parque casi vacío pero su mente no se detenía en árboles, auditorios o nieblas, mezclaba su deseo de acción con la escasez de medios que tenía. Antes de encender el pitillo, escudriñó la chaqueta de lana de Baldomero tirada sobre el mueble donde almacenaba los papelotes de su antiguo negocio. Montoneras de carpetas manoseadas se apilaban tras unas puertas que no cerraban desde hacia muchos años. No le dio más vueltas y se acercó a las puertas desvencijadas para coger una caja de madera. Ahí guardaba Baldomero el dinero del alquiler de su antiguo bar Prieto. Billetes de diez, veinte, cincuenta y cien euros diseminados caprichosamente en la caja que en su día albergó cigarros habanos. Se detuvo un instante. Sopesaba un billete de veinte y otro de cincuenta estirados en la palma de la mano como si fuera una balanza cuyo fiel movía su cerebro. Cogió el de cincuenta y cerró la caja para devolverla a su lugar.

Se puso de nuevo la cazadora pero antes de salir de la casa le puso una nota a su amigo en el papel arrugado de una octavilla que incluía un anuncio de audífonos de especial sensibilidad.

 

TE HE COGIDO PRESTADOS CINCUENTA PAVOS PARA UN ASUNTO DE MÁXIMA URGENCIA. DISFRUTA DE LA PELI SI ES QUE VES POR LO MENOS EL FINAL.

 

Tomó el metro hasta la Plaza Elíptica. Transbordó para coger la línea circular hasta Príncipe Pío y allí conectó con la línea 10. Se apeó en Plaza de Castilla. En el intercambiador preguntó en taquilla por el autobús interurbano que le llevara a Tres Cantos.

"Setecientos trece", contestó una voz metálica tras el cristal ahumado.

— ¿Sabe usted si ese bus tiene parada cercana a la Avenida de Viñuelas en Tres Cantos?

Unos ojos lánguidos se arrimaron a la mampara. "Tiene parada en esa misma calle".

En la dársena el autobús 713 esperaba. El conductor, echado sobre el volante, hacia unos ejercicios que a K. le parecieron estiramientos para ahuyentar la galbana propia de la rutina. Le mostró su tarjeta de abono transporte para jubilados.

— ¿Me podría indicar, si es usted tan amable, donde tengo que bajarme para la Avenida de Viñuelas?

El conductor, conteniendo un bostezo, asintió primero para luego añadir: "Ustedes los jubilados de acá para allá día sí y día también. Hacen mu requetebién, que ya lo sudaron currando. ¿O no?".

K. forzó una risita y se sentó cerca de él.

El tráfico estaba infernal. El Paseo de la Castellana florecía de lucecitas rojas de freno y faros halógenos por los que desfilaba la humareda de la niebla en curso. Había anochecido en Madrid y todos sus ciudadanos, transeúntes y conductores, parecían acelerados en llegar a sus domicilios. Las gigantescas torres de hoteles, que construyó Florentino Pérez sobre los escombros de la antigua ciudad deportiva del Real Madrid a la medida de memoria faraónica, observaban inalterables el bullir de sus súbditos. Multitud de ojillos relucientes en los armazones de hormigón armado se abrían y cerraban a izquierda y derecha del Paseo. Antes de coger la autovía de Colmenar, el cilindro del hospital La Paz le trajo a K. la consciencia de que la vida pasa por una cuestión de salud y que él de eso atesoraba más bien poco. Enumeró las disfuncionalidades de su organismo y se perdió en el balance. Cerró los ojos unos segundos para deleitarse en la jarra de cerveza prevista que le esperaba en Francachela. Cuando los abrió, la autovía de Colmenar eran las fauces de un ogro vislumbrándose entre la niebla.