Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 45ª)

19 de diciembre 2023

Sabía que Myers no se levantaría pronto. Llegó de madrugada de una bacanal que organizaron los Heraldos Españoles para conmemorar una ley restrictiva contra los migrantes aprobada por el gobierno italiano de Giorgia Meloni. Él no fue porque necesitaba preparar la prueba contra Myers. "Me duele la espalda, tronco. Ve tú solo", le dijo ante la necesidad de estar solo.

Le costó trabajo encontrar el cuchillo pero lo halló entre su ropa deportiva. Estaba cuidadosamente envuelto en un paño entre las camisetas. Con esa arma había quitado de en medio a José Pazos. Era conocedor del cariño que le tenía a ese cuchillo (marca Black Bear con hoja de acero inoxidable de 18 cm y mango anatómico de supuesto marfil) porque, según explicaba orgulloso "le había salvado el pellejo muchas veces". "Y que ahora le mandaría a chirona", pensó, con gesto severo, observando el arma. Como él tenía la pistola, sin embargo el cuchillo era su predilección. "Como el capricho de un niño", pensó Robert, sintiendo ese apego, molesto ahora, que tanto le revoloteaba en el estómago y que le hacía sentirse diferente.

Comprobó que estaba a buen recaudo en su bolso y lo colgó por la bandolera en una de las llaves del radiador del salón.

Sobre las doce y media Myers apareció con el pelo mojado y un albornoz de rayas azules. Bostezó, apoyado sobre la barra que separaba el salón de la cocina, y le hizo una seña a Robert para beber algo.

— Tengo las tripas levantadas. No sé, ponme una tónica.

Le dijo sentado en uno de los sofás.

Le preguntó por la fiesta de la noche pasada.

— Demasiao, tío -contestó Myers sacudiendo la cabeza- Llevaron a unas brasileñas que parecían catedrales del vicio. Te hubiera gustado.

Robert asintió vagamente. Escudriñaba la figura de su amigo, sus ademanes, sus movimientos lerdos y acostumbrados.

Se acercó con una cerveza y una tónica. Las sirvió en unos vasos floreados.

— ¿Y la cena sorpresa del jefe? -preguntó Myers inclinándose sobre la mesa baja de madera maciza- ¿Qué coño quería?

Robert hizo un gesto como quitándole importancia al tiempo que acercaba el vaso a los labios.

— Quiere abrir oficinas en Bilbao y La Coruña. Quiere expansionarse.

— Entonces nos movemos de aquí.

— No, nosotros seguimos quietos. Son sus dos hijos, la chica no, y a Bilbao la Natalia y el Cosme. Cambios que a nosotros no nos toca.

Estuvieron un rato sin hablar. Myers sintonizó la radio para dejarla en Onda Melodía. Bailoteo unos instantes frente a un espejo y, luego, volvió al sitio junto al otro. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos.

— El jefe ya no cuenta conmigo para las cenas, ¿verdad? -dijo de repente, buscando la mirada esquiva de su amigo- Podría pensar que, de alguna manera, me está haciendo la cama. Y no me digas que no te has dado cuenta porque me entra la risa nerviosa.

Robert se levantó y, en pie, acabó de un trago con su bebida. Su temple se tambaleaba, se notaba demasiado.

— ¿Para qué has cogido mi cuchillo? -preguntó elevando algo la voz sobre la música- Desde hace meses lo controlo a diario y ahora no está en su sitio. ¿Qué coño pasa, Robert?

Este le estaba dando la espalda. Apretó los ojos con fruición y puso las manos sobre los ladrillos que formaban la falsa chimenea.

— ¿Crees que no me he dado cuenta que pasáis de mí? -aseveró Myers dando a su voz el tono de cuando podía perder el control- Ya no os hace falta el gilipollas que os saca de todos los marrones, ¿verdad? Y ahora, tú. ¿Qué quieres hacer con mi cuchillo? ¡¡Habla, hostias!!

Se había levantado para verle la cara. Fueron dos pasos enérgicos que retumbaron por encima de It must have been love de Roxette. Pero entre él y Robert había una Colt 1911.

— Te juro que esto no es cosa mía, pero el jefe lo quiere -dijo Robert apuntándole al pecho y con la voz rota- Has hecho cosas por tu cuenta y te has puesto tú mismo contra las cuerdas. No me hagas esto más difícil, Pepe.

Su mirada no tenía brío. Sus ojos sentenciosos estaban desprovistos de furia, una nube húmeda los velaba. Su semblante se desmadejaba perdiendo firmeza a cada palabra. No era Roberto Martín Villaespesa, era un tipo vacilante, corriente, vulgar, con el remordimiento haciéndole temblequear la muñeca.

— Cuando salgas de la trena -dijo tratando de dar a sus palabras la confianza que deseaba inculcar a su amigo- te prometo que dejo esto y nos piramos al extranjero. Te esperaré y volveremos a ser los mismos.

— Vete a tomar por culo, cabrón -Myers salivaba y acercaba su rostro peligrosamente- Eres un vendido, un lameculos que me ha tomado el pelo. Ahora toca que me metan al trullo y vosotros nastis. ¡Una mierda!

Aunque el arma se disparó, Myers empujó con fiereza a su amigo contra la falsa chimenea. El cuerpo chocó haciendo un ruido seco y desplomándose. La pistola fue a parar bajo la mesa de madera. Myers golpeaba la cabeza del otro, aunque apenas se movía, contra la esquina que formaban los ladrillos al borde de la chimenea. Robert apenas varió de posición. Un charco de sangre, tras el cráneo, fue inundando la tarima del suelo. Quedó con los brazos yertos a los largo de su musculoso cuerpo. Sin embargo, Myers siguió pateando un costado del cuerpo hasta que acabó en un llanto histérico.

Se dejó caer sobre la mesa de madera y se llevó las manos a la cara. Agitaba la cabeza con violencia mientras el llanto le sacudía los hombros. Cuando se fue calmando vio la herida que tenía en el brazo. Manaba algo de sangre en un lateral del bíceps. Hizo un gesto de dolor cuando trató de quitarse la camiseta bajo el albornoz. Tiró al suelo la bata con rabia y buscó una prenda, la primera que encontrase. "¡Dónde, cojones, está mi beisbolera?", pensaba agitado. No podía concentrarse, sólo sentía odio, ansias de vengarse. "¡Vengarme del mundo, de Dios, de todos, hostia!"

Escudriñó la escena y se llevó las manos a las sienes como si quisiera pensar con tranquilidad, hallar un hilo para poner orden a su presente. No podía, todo era confuso. El brazo le dolía. Todo era desorden. Cogió la cazadora de cuero de Robert que colgaba del perchero de la entrada. ¿Dónde coño estaba el cuchillo? Al palpar el bolso de Robert que colgaba del radiador notó el bulto de su cuchillo. Tiró el bolso junto al cadáver. Miró por última vez la cara inmóvil de Robert. "¿Por qué me vendiste, hermano?", sonó esa voz en lo más profundo de su ser. Se quedó quieto, con la cazadora puesta, a los pies del muerto. Pasó varios minutos en esa posición tratando de concentrarse en algo que le diera solidez. "Toda la culpa la tiene ese hijoputa del sombrero. Él revolvió todo, se entrometió, lo puso todo en mi contra. ¡Él es el culpable! ¡¡Él es el asesino!!" La música sonaba sin que él se diera cuenta. Zumbaba su cabeza y zozobraba su resentimiento. Rebuscó en las ropas del cadáver hasta que encontró el móvil. "¿Su clave?" La recordó al final. Tanteó por la pantalla hasta que su rostro se iluminó con una fugaz sonrisa ladeada. Después lanzó el móvil a un lado del muerto.

No apagó la radio, salió a trompicones y cerró la casa de un portazo. Fue hasta el coche y arrancó para salir haciendo rechinar las ruedas.