Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 43ª)

05 de diciembre 2023

CAPÍTULO 10

 

 

 

Marga fumaba con la ventanilla del coche del lado del conductor bajada. Echaba el humo tras bocanadas profundas que enturbiaban el paisaje de casitas con tejados rojizos repletos de antenas de televisión. Pasó una bandada de pájaros oscuros haciendo diferentes zigzags bajo cielo entoldado. Baldomero estaba callado, soslayando de vez en cuando el portón de la comisaria. Cada vez que demoraba la vista unos segundos al ver abrirse el portón, Tuli, el perro de Marga que estaba en el asiento trasero, levantaba las orejas como si la espera hubiese terminado.

— El que espera desespera, tú -dijo Marga con ese casticismo madrileño tan marcado.

Una de las veces la puerta se abrió para que saliera K. Marga dio dos toques de claxon. Venía con el sombrero ladeado, barba de tres días y un mohín como de regreso de una parranda.

— Menuda cara muerto traes, hermano -dijo Marga al verle entrar en el coche.

El perro se le echó encima haciéndole cucamonas.

— Me fumaría un dedo. -dijo, manteniendo a raya al can.

K. tenía la voz ronca. Algunos pelillos del bigote se erizaban hacia la nariz.

Le hizo la señal de la uve con los dedos a Marga y ella le colocó un cigarrillo.

— Pero baja tu ventanilla que luego se queda un pestuzo a cuadra que te cagas.

Cogieron la carretera de Colmenar en dirección Plaza de Castilla. Parecía que nadie quería sacar conversación alguna.

— ¡Joder, mira que es pesao este perro tuyo! -exclamó K. evitando las muestras de alegría de Tuli.

— Date con un canto en los dientes de su alegría porque lo que es yo estoy hasta los cojones de tus visitas a las comisarias.- dijo Baldomero buscando con los ojos la complicidad de la conductora- ¡Hombre, es que ya está bien de chorradas, Juan!

K. vio los ojos impasibles de Marga sobre el retrovisor. Arqueó los labios en una mueca y quiso decir algo pero le salió un "puafff" que acabó en una tosecilla.

Cuando llegaron al barrio, Marga aparcó el coche en la calle de la Piña.

— Dabuten para engancharme al curre -dijo tirando del freno de mano.

Al despedirse de Baldomero hubo un intervalo demasiado largo en donde ninguno de los dos reaccionaba. Evitaban la mirada haciendo ademanes inútiles. Al final se dijeron un "hasta luego" que sonó a poco.

— Te digo yo que acaba Marga fijándose en otro, so lerdo. Parece que tienes la sangre de horchata.

Le dijo K. a Baldomero empujándole del hombro.

— ¡Pues que se fije en otro! Es que yo no soy como tú que todo lo ves llano y te importa un carajo lo que sienta el otro- añadió Baldomero irritado, parado en medio del paso de cebra- Educación y tacto, compañero, educación y tacto, si conoces a qué sabe eso.

Caminaban distanciados por el barrio cada uno porfiando en su interior. Se querrían decir otras cosas pero se protegían con argumentos intrínsecos baladíes.

Era más de media mañana y el frío persistía. Nubes cubrían el firmamento sin ánimo de lluvia. En los rincones de las aceras, en la sombra, sobrevivía la escarcha luciendo como cristalitos molidos. A lo largo de la avenida de La Peseta apenas se veían caminantes, máxime con la frialdad de la jornada. Los autobuses pasaban semivacíos y el vomitorio del metro era un páramo acristalado.

Iban atravesando el parque de La Peseta, paralelos al auditorio, Baldomero con la cabeza gacha y su chaqueta de lana abotonada hasta el cuello y K. con las manos en los bolsillos y el semblante sombrío.

— Toma. -dijo escuetamente Baldomero entregándole una caja rectangular que se sacó de uno de los bolsillos de su zamarra burdeos.

K. trató de buscarle el rostro sin resultado.

— Es un móvil nuevo para que puedas comunicarte con quien creas que lo merece.

El mensaje de Baldomero era diáfano. Soslayaba cómo su amigo abría la caja y escudriñaba el teléfono.

— Pide un duplicado de la tarjeta y te la mandan sin problemas.

Masculló con sequedad.

— Desde que me lo quitaron esos cabrones ando incomunicado, tienes razón -dijo con torpedad y algo azorado K. examinando el aparato- Gracias, Bal.

Llegaron al extremo del parque antes de cruzar la avenida.

— ¿Echamos una primitiva a medias? -preguntó K. acercándose.

— Bah, nunca toca. -contestó el otro al tiempo que señalaba el color verde del semáforo.

— Invítame a unas bravas y en paz conmigo- añadió más animado.

K. sonrió. Se dirigieron al bar La Maluca que estaba a escasos metros.

— Roger, una ración de bravas. Y un tinto para el colega y una jarrita de las buenas para mí.

El camarero guiñó un ojo a K. mientras servía unas tostas a unas mujeres en la barra.

Se acomodaron en unas sillas giratorias en la misma barra. Los dos observaban el botellero frente a ellos como buscando tema de conversación. Los ojos claros y mustios de Baldomero descifraban las etiquetas.

— De verdad, Bal, que te agradezco el detalle del móvil y te pido perdón por darte tantos quebraderos de cabeza que no mereces. Me tengo que replantear mi forma de actuar. Un día me va a costar demasiado caro.

Baldomero se volvió hacia él y puso sus ojos saltones con un brillo festivo. Le puso la mano sobre el hombro y le palmeó un par de veces.

— Ay, Juanillo, ojalá sea eso verdad.

Comieron unas raciones y las regaron con vinos y, sobre todo, cervezas para K. Su conversación giró en torno a las cosas del barrio, al fútbol, a la política "que parece enloquecida contra el presidente Sánchez", como dijo Baldomero.

— Es que la derechona no perdona estar en la oposición, Bal. La política en España está condenada a enfrentarse en dos bandos irreconciliables. Y no te digo nada de aquí, de Madrid, mayoría facha.

Más tarde Baldomero dejó a K. en el portal de la pensión de la señora Hilaria.

— Voy a echarme un rato que tengo los muelles del somier del calabozo clavados entre pecho y espalda. Luego nos vemos donde Pepín. ¿De acuerdo?- le dijo K. abriendo la puerta.

Baldomero siguió por la avenida hacia su casa. A lo lejos, el reflejo rojizo de la herida del sol coronaba el horizonte sobre la avenida de la Aviación. Entraba la tarde y un viento gélido doblaba los escuálidos troncos de los árboles que jalonaban la acera ancha. Musitó una maldición cuando, al doblar por la calle de las Cuevas de Altamira, una ráfaga de viento le hizo tambalearse.

Myers le divisó desde el coche cuando pasó por la avenida. Giró la cabeza con rapidez y le recordó en aquella noche en Francachela. "Va vestido con las mismas trazas", pensó. Viró en la siguiente rotonda para cambiar de sentido. Le dolía mucho la herida del brazo que se acrecentaba cuando giraba el volante y que manchaba de sangre la parte de la camiseta que dejaba ver su cazadora de cuero. También en el rostro tenía marcas inequívocas de pelea. Aparcó en un reservado para minusválidos. Vio la figura encorvada de Baldomero llegando al final de la calle. Cerró el coche de golpe y se lanzó a correr tras él.