Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 32ª)

19 de septiembre 2023

CAPÍTULO 8

 

 

 

Myers llegó y se puso al volante.

— ¿Le llevamos a la nave? -dijo mirando por el retrovisor.

Robert hizo un movimiento de cabeza y arrancó con brusquedad saltándose el semáforo que partía la plaza.

Circulaban silenciosos, K. sintiendo la cercanía de la Colt entre el olor a alcohol de garrafa y perfume de ocasión. Tomaron la M-30 dirección N-I con lo que K. supuso que le llevaban a la sede de los Heraldos Españoles. A la altura de la salida a la calle Costa Rica, el malencarado se obligó a tumbarse a sus pies en el coche.

— Los cotillas viajan en el puto suelo.

Dijo haciendo reír al conductor.

Con la cabeza tapada con la chaqueta de Robert, le bajaron por unas escaleras y le quitaron el móvil. Sintió un golpe en la boca del estómago que le hizo desplomarse sobre un firme de cemento bruñido. Entrevió una estancia lóbrega, doblado en el suelo, escuchando el bullir de unos pies que pronto la emprendieron a golpes. El sombrero salió rodando y K. se protegió la cabeza con ambas manos. Luego perdió el conocimiento.

Al despertar, sintiendo un fuerte dolor en los costados que le impedía respirar en profundidad, vio un diminuta lucecilla que entraba por una minúscula rejilla. De rodillas intentó incorporarse, tomar algo de impulso para sujetarse en pie. Notaba la cabeza confusa. Se palpó la zona de las costillas y apretó para comprobar si tenía rotura. No parecía para tanto. Encontró el sombrero bocabajo untado con un pringue pegajoso con aroma a orín. Poco a poco se acercó a la rejilla. Clavó la mirada en los agujerillos para comprobar que veía a ras de acera. Tenía tabaco, suspiró al palparse el bolsillo de la chaqueta, con lo que prendió un pitillo y se dejó caer contra la pared del cuartucho. Daba caladas cortas, sin intensidad, porque llenar de humo sus pulmones era una proeza. Tenía sed, una bola en el estómago que alternaba entre la arcada y el dolor intenso en los costados. Se arrepintió de no haber dado noticias a Baldomero. "Y todo por una segunda cerveza que no me dejaron tomar estos hijos de puta. ¡Me cagó en la leche!", se recriminó sintiendo que alterarse incrementaba el dolor en las costillas. ¿Qué intenciones tendrán estos salvajes?, pensaba evaluando la situación extrema en la que se hallaba. Había conocido por fin al tal Myers, supuestamente el carnicero del entramado, y desvelado el nombre del malencarado. "¿Quién me iba a decir que aquel tipo de jeta desagradable que conocí en Francachela era ahora el depositario de mi vida?", meditaba mientras intentaba encontrar la luz de una solución que no veía.

La luz del cuartucho fue haciéndose más rojiza a través de la rejilla hasta que se esfumó. Sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, rota por unos puntitos amarillentos que llegaban de las farolas.

La noche se le hizo interminable entre un duermevela y las magulladuras de su cuerpo. Se recostó sobre el cemento, haciendo con su cazadora una almohada, en un intento para que le venciera el sueño.

Con las primeras luces escuchó la cerradura del cubículo. Un chaval joven, apenas avanzados los veinte años, le trajo un café y unas cuantas galletas en un plato de plástico. K. le dio las gracias moviendo la cabeza. En uno de los antebrazos del joven observó el tatuaje de los Heraldos Españoles: la calavera risueña en el vértice de dos hachas tras un sol saliente.

— ¿Sabes cuándo me van a sacar de este agujero? -dijo K. haciendo acopio de fortaleza, aunque su voz salió en un desfallecido soplo.

El chaval rehuyó su rostro y se encogió varias veces de hombros precipitándose a la salida.

No mucho después de comerse el tentempié, la puerta volvió a abrirse. Myers y Robert aparecieron en el umbral muy sonrientes.

— No parece que te encuentres muy bien, viejo -dijo el malencarado dando un paso hacia él- Eso pasa cuando uno mete las narices donde no le llaman. Te lo dije y esa cabezota que se esconde bajo ese sombrerito de mierda no hizo caso. Ahora te jodes, cabrón.

Myers se acercó por su flanco derecho para escudriñarle con desprecio.

— Voy a sobarle un poco para hacerle más manejable, Robert. ¿No te importa, verdad vejestorio?

— ¡Eh, pero sin pasarte! Tiene que parecer un accidente no una ensalada de hostias de las tuyas.

Robert se había interpuesto para encarar muy de cerca las intenciones del otro. Myers dio un paso atrás y asintió bajando la testuz. Luego, levantaron entre los dos a K. El malencarado le sujetaba mientras el otro le golpeaba en el cuerpo sin tocarle el rostro. Vomitó el desayuno al segundo golpe. Un velo opaco se cernía sobre sus ojos. Myers disfrutaba sintiendo los quejidos de K. y cómo se le iba venciendo la cabeza.

— ¡Déjale ya, coño! -gritó Robert con autoridad.- Le vas a matar antes de tiempo, cojones.

A rastras le subieron por las escaleras hasta la puerta de la calle. Allí le colocaron un abrigo viejo por encima.

— Ponle el sombrerito y encasquétaselo bien, que no se le caiga de momento.

Ordenó Robert a uno de los jóvenes que les seguían. Le metieron en un Audi como los otros. Justo enfrente estaba el vetusto Ibiza de K. y al volante un hombre que les hizo una seña con la mano. Metieron en el maletero del Audi varias botellas de cerveza de un litro dentro de una nevera portátil.

— Mete dos en la nevera, las otras se las metemos a este a palo seco -ordenó el malencarado a Myers.

Le hicieron una seña al del Ibiza para que se acercara.

— Nos sigues a cierta distancia pero sin perdernos, picha. Si nos pierdes te corto la mano, ¿vale?

El hombre dijo que sí en un hilo de voz y se regresó al Ibiza.

— Y tú, Myers, ya sabes: coges el desvío a la planta de reciclaje nada más pasar el de Tres Cantos y ya te diré yo donde paras. ¿Entendido, tuercebotas?

Se pusieron en marcha los dos coches. K., tirado en la parte trasera y con los pies de Robert encima, gemía con aliento lejano. Hubo un instante en que pareció recobrar la consciencia y decir en un gemido "Asesinos, hijos de la gran puta". Después creyó que había muerto.