Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 31ª)

12 de septiembre 2023
Actualizada: 18 de junio 2024

Natalia entró en un portal en la misma plaza. Una amplia escalinata se vislumbraba expedita tras las grandes hojas del portal, de madera labrada, abiertas de par en par. Un portero la saludó poniéndose en pie desde una garita en la que parpadeaban infinidad de lucecitas de colores

Natalia entró en un portal en la misma plaza. Una amplia escalinata se vislumbraba expedita tras las grandes hojas del portal, de madera labrada, abiertas de par en par. Un portero la saludó poniéndose en pie desde una garita en la que parpadeaban infinidad de lucecitas de colores.

K. se apostó junto a un kiosco de la ONCE hasta que vio a la mujer entrar al ascensor cuya puerta le abrió el portero. Antes de que regresase a la garita, K. le alcanzó traspasando el umbral del portalón.
— Buenas tardes, por favor la señora Natalia Costán. 

El portero, antes de contestarle, entró en su garita. Se notaba que se sentía importante dentro de esa pecera repleta de luminosidades. Se ajustó los hombros de la chaqueta sobre el cuerpo y le miró por encima de unas gafas anchas de pasta negra. 
— Intorsam S.L. Pero si no tiene usted cita no pierda el tiempo. 
Le dijo, catalogándole con una visión indiscreta. 
— Seguro que puedo pedir cita en la misma oficina.
— Si es para un asunto serio fijo que sí.
La respuesta le comunicó a K. la poca confianza que le procuraba al conserje. 
— Segunda planta, oficina 28. Por favor, déjeme su DNI un momento para la afiliación de entradas -dijo en tono protocolario.
Subió en el ascensor hasta la segunda planta y buscó la puerta 28. "Intorsam S.L. Invertimos en su tranquilidad y confianza", rezaba un sobrio logotipo dorado en la puerta. A K. le pareció irrefutable la sombra de Torcuato Samper en esa empresa de inversión. Entró y pronto se sumergió en un ambiente de pretensión refinada e ínfulas artísticas. Varias litografías enmarcadas de pintores vanguardistas (abstracciones geométricas de Mondrian, la mayoría)  colgaban de unas paredes blancas. En el centro, una recepcionista vistosa, con un corte de pelo a la moda, se afanaba sobre un portátil iMac. Un olor dulzón envolvía la sala. Al verle entrar la "modelo" levantó la cabeza de la pantalla. 
— Buenas tardes, ¿tiene cita, señor?

Por encima del emblema de la manzana mordida refulgía un cutis tratado a conciencia con ungüentos de alta gama.
K. le contestó, ataviado con su mejor sonrisa y tono de voz modelado, que deseaba hablar con la señora Natalia Costán.
— Estupendo, muy bien -dijo la chica risueña- ¿Tiene cita, señor……?
— Señor Monje, Evaristo Monje -se le ocurrió decir.
Consultó en el ordenador mojándose los labios púrpura varias veces. 
— Lo siento, señor Monje, tendrá que pedir cita. La señora Costán no puede recibirle sin cita previa. Yo misma se la puedo dar.
Al fondo de la estancia, tras un tabique a la mitad acristalado, le pareció ver al hombre de los mechones blancos que acompañaba a Natalia saliendo de "Contorsam". Iba con unos papeles en la mano e hizo intención de pasar a la recepción, pero retrocedió como si se le hubiese olvidado algo. 
— El jueves a las diez de la mañana ¿le parece bien, señor Monje?
K. dijo que sí por decir algo. 

En el portal el conserje pulsó algún botoncito cuando le vio salir pues llevó su mano hacia la derecha sin perderle de vista hasta que no pisó la acera. 
La tarde lucía un sol legañoso que doraba de ocre las fachadas que rodeaban la Plaza de Manuel Becerra. Hacía frío pero era seco, pesado, contaminado, llevadero. K. estuvo indeciso junto al semáforo, oteando las calles Doctor Esquerdo y Alcalá como si su decisión anduviera en algún lugar recóndito de las vías. Pero no era eso. Arrugó el entrecejo antes de dar un bandazo y dirigirse a una terraza en la esquina de la calle Alcalá. 
— Un jarrita de cerveza -dijo al camarero antes de que llegara a su mesa.

Fue entonces, estirándose el ala delantera del sombrero para esquivar un incómodo resol, cuando lo vio sobrevolando estático encima del voladizo del bar. La lucecita roja parpadeaba y parecía estar enfocándole a él. El dron hizo un giro hacia la esquina del voladizo, esquivando el luminoso con el nombre del bar, y tomó otra posición pero en la misma trayectoria. K. le hizo un corte de mangas antes de encender un pitillo. 
Bebía la cerveza con deleite mientras pensaba en el intríngulis que se cernía sobre la muerte de Mésio. Cada vez las pistas parecían aclararse, sin embargo necesitaba pruebas fehacientes. "Esa es la madre del cordero", se dijo dándole otro tiento a la jarra. Pensó en mandarle noticias a Baldomero pero sería con la segunda jarra, decidió sintiendo que la tarde le pertenecía por entero.
— Miren quien anda por aquí: el señor metomentodo del sombrerito. 
De repente la cara del malencarado se le cruzó y olió su aliento a whisky barato. Le acompañaba un tipo alto y cachas que se sentó frente a él sin mediar palabra.
— Myers ¿te he hablado alguna vez de este menda? -dijo el malencarado bizqueando- Este jodio por culo no hace más que meterse en donde no le llaman y eso que ya le advertí que se estaba pasando de la raya. 
— Mal asunto, Robert. Debe ser un que no conoce todavía las caderas de tu pipa. -comentó el otro con el tonillo chulesco castizo. 
— Ni tus hostias como panes. 
Los dos rieron mientras Robert se acomodaba junto a K. Ambos alternaban miradas burlonas ridiculizando el sombrero de K. 
— Si queréis tengo los dos gorros que me regalaron vuestras madres en noches de farra. 
K. escudriñó al fortachón hasta herirle.  
Myers se revolvió en la silla pero se detuvo en seco ante un gesto de Robert. 
— Ya, sé que tienes guasa -dijo el malencarado llevando al costado de K. algo metálico a través de su cazadora- Pero te la vamos a quitar de cuajo, mamón. ¡Vamos, levanta el culo!

Robert se pegó a la espalda de K. y fue empujándole hasta uno de esos Audis con las lunas tintadas que estaba aparcado en doble fila en la misma plaza.
— Myers, págale la pinta al cachondo este que ya sabrás tú cómo cobrárselo. 
El fornido dio una carcajada similar a un rebuzno. 
— ¡Soooooo! -añadió K.
El malencarado le empujó hasta el asiento trasero del coche. Después entró él. Le sonrió de medio lado juntando los cepillos de sus cejas. 
— ¿Está a gusto el señor?
Le preguntó, encañonándole con una Colt 1911 que sacó despaciosamente del bolsillo de su cazadora.