CAPITULO 6
Era la hora punta en el bar Prieto. La clientela de diario salía de sus trabajos, aquellos que lo tenían, y no perdonaban la parrafada con los habituales del barrio. Baldomero, con su camisa blanca y su mandil negro, servía las consumiciones arremangado y participe de los dimes y diretes. Su semblante tenía el mismo color céreo que quince años después, sin embargo esa sonrisa ladeada y ese suspiro contenido que se le pintaba cuando soslayaba el trajín de Marujita en la cocina del bar, lo perdería cuando las circunstancias variaron su vida. Si ese solterón, que abrazó tarde el matrimonio pero con sumo agrado, hubiera tenido que definir la felicidad con una imagen habría escogido, por ejemplo, la de ese viernes a últimas horas de la tarde.
— Anda, mírale ahí, -dijo Damián, el de la tienda de repuestos de coches- el señor Mésio con todo su avituallamiento.
Los parroquianos levantaron sus copas en un brindis voceando un saludo.
— Te pongo el cafelito caliente y cortito ¿hace, Mésio?
Le gritó Baldomero cambiando su bayeta de hombro.
Nemesio Acebal, Mésio, les mira sonriente, como siempre lo hace, con esa mueca congelada de boca abierta y babilla destilándole por la comisura izquierda. Parece que siempre desea decir algo, porque vocaliza mudo abriendo y cerrando la boca varias veces, pero no dice nada. Tiene la mirada vidriosa y lejana como si tras lo que escudriñara hubiera algo que no llega a comprender, algo ignoto, borroso, que se transforma en bruma y se difumina cuando pasan unos segundos. Viene con su carrito de supermercado lleno de papelotes, libros viejos, bolsas de plástico o de papel repletas de naderías que a él le parecen verdaderos tesoros. Todos los viernes a última hora de la tarde Mésio hace un recorrido por los baretos de Carabanchel Alto para recitar sus poemas. La clientela habitual lo sabe y espera para ovacionarle por todo lo alto aunque no comprenden nada de lo que el mendigo les recita.
K. está al fondo de la barra, junto a la cocina, sosteniendo una copa de Dyc con unos hielos ya muy mermados. Le cuenta cosas a Marujita, con el sombrero ladeado mientras esta trajina entre sartenes y ollas, que le hacen reír de buena gana a la valenciana. Baldomero le observa censurador, algo celoso, y se acerca de vez en cuando a ver a qué viene tanta jarana.
— Vecinos carabancheleros, silencio extremo que ha llegado el bardo más grande después de Dante. ¡Señores, el poeta Mésio!
Exclama K. yendo hacia el menesteroso deficiente, abriéndose paso con la prosopopeya de un jefe de pista.
— Un respeto, señores, que Mésio va a sacar lustre a su libreta lírica. -dice Senén, el de la papelería que le regaló esa libreta de pastas corinto.
— Ponme un vinito de esos de garrafa, Baldomero, antes que los versos nos inunden de riojas de los buenos. -bromea Evaristo, el de la tintorería, golpeando sobre la barra su vaso vacío.
Mésio se prepara, sin abandonar su sonrisa boba, y saca de su bolsa más ilustre, la verdosa de Espasa Calpe, la libreta. Toda la clientela hace un silencio respetuoso que se hace más solemne cuando Baldomero cancela el volumen del televisor. Marujita deja sus quehaceres y va junto a su marido tras la barra. Mésio tosiquea, se limpia la baba con la manga de su chaqueta remendada y se vuelve hacia los oyentes azorado. Se diría ruborizado pero es difícil entre los pliegues de su piel curtida y su barba cerrada a medio afeitar. Tan sólo sus ojos llorosos adquieren un brillo diferente y parecen aclararse de esa conjuntivitis perenne que los enrojece. Antes de comenzar siempre mira a K. hasta que este asiente protector con los labios apretados.
Todas las noches los mismos perros
con su lejano ladrido a las sombras.
Un batir de viendo helado
arrastrando el compás del sueño
al precipicio de la lejanía.
Una palabra, le miento al vacío,
insinuando toda mi sobriedad,
sería pasto de un olvido
tan doloroso
que acabaría tatuada
en la mirada que se esquiva
y taladra las sienes.
Es cuando ahonda la oscuridad,
los tiempos de las certezas,
un cuerpo desnudo,
abierto en canal,
sin límites ni vísceras
recortado en una ventana
a la luz de aquella farola deseada.
Mientras sigues sin pestañear,
tan embebida y húmeda,
atroz.
Mésio se calla con los ojos bajos. Está frente a la barra en medio de un espacio que la clientela, apartada en círculo, le habilita casi sin querer. Con los primeros aplausos de K. todos se animan al poeta con exaltados vítores.
El indigente vuelve a buscar los ojos de K. y este le dedica su aprobación elevando sus manos en un aplauso más entusiasta. Los poemas se los dio K. al poco de conocerse. Son versos suyos, de su pasado, de su obra ingente e inacabada que donó a Mésio para que hiciera con ellos lo que le pareciera. Sabía que el indigente amaba la poesía porque en más de una ocasión le encontró en cualquier lugar del barrio enfrascado en poemarios que hallaba en la basura. Libros deshojados, sucios, manchados que Mésio leía con una devoción singular que endurecía, por una vez, su sonrisa lela y tensaba su mirada en una abstracción que parecía devolverle a la parte de la vida que un día fue la suya también. Tienen ese pacto tácito que sólo K. conoce.
K. se despertó sobresaltado. Le retumbaban todavía en los oídos los aplausos del bar Prieto. Las latas de cerveza desperdigadas por el suelo de la habitación le devolvieron a la realidad. Le dolía la cabeza aunque con un regusto agradable. Estuvo unos minutos saboreando la estela del sueño, luego se incorporó y sintió el dolor lumbar de costumbre.