Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 17ª)

16 de mayo 2023
Actualizada: 18 de junio 2024

Maldecía por lo bajo mientras daba vueltas y más vueltas a las calles cercanas. Vio por tres o cuatro veces un hueco para aparcar pero luego, cuando llegaba al lugar, comprobaba que era un vado o un aparcamiento reservado para minusválidos. Pensó, una vez que se decidió a ir con el coche, que siendo sábado a hora temprana hallaría aparcamiento cercano a la calle Chimbo, pero erró

Maldecía por lo bajo mientras daba vueltas y más vueltas a las calles cercanas. Vio por tres o cuatro veces un hueco para aparcar pero luego, cuando llegaba al lugar, comprobaba que era un vado o un aparcamiento reservado para minusválidos. Pensó, una vez que se decidió a ir con el coche, que siendo sábado a hora temprana hallaría aparcamiento cercano a la calle Chimbo, pero erró. Al final encontró un hueco en la calle Valle de Oro, cerca del metro de Oporto. Anduvo hasta la avenida de Oporto para bajar hasta Camino Viejo de Leganés y por esa calle siguió en dirección a la avenida de Los Poblados.

El negocio de segunda mano del padre del tal Pazos era un portalón destartalado cuyos cachivaches, abigarrados sin orden ni concierto, llegaban casi hasta la acera. K. se hizo el curioso fisgoneando en una estantería desvencijada repleta de libros manoseados y muy mal conservados. Estornudó un par de veces al remover las hojas amarillentas.

— ¿Desea algo en concreto, señor?

Ese tipo gordinflón de sonrisa pesarosa debía ser el padre del futbolista, se dijo K. volviéndose.

— Bueno, sólo curioseaba -dijo K., alzando los hombros- Tal vez si tuviese usted algo de novela negra.

El hombre hizo un gesto escéptico y se puso a buscar en una pila de libros que tenía a su derecha. Giraba los montones y echaba una rápida ojeada como aquel que simula buscar lo que no sabe qué.

— En fin, al pasar por su tienda al que he recordado es a su hijo, ese fenomenal portero del Orcasitas. Le veía en el campo del Cotorruelo los domingos que jugaba allí. Hablé con él varias veces.

El padre de Pazos enderezó el lomo para mirarle con un gesto grave. Estuvo observándole varios segundos antes de hablar.

— No estoy muy seguro que los amigos de mi hijo sean precisamente amigos míos. -dijo con desagrado. Tenía la respiración agitada tras haberse enderezado- Hace meses que no sabemos del chico; desde que lo embrujaron esos fachas. Sé que juega en otro equipo pero no tengo ni idea de cuál.

El gordo no parecía tener ganas de seguir la conversación. Le dio la espalda a K. para ir al fondo de la tienda esquivando montones de trastos recostados a ambos lados.

— Puede que yo sepa dónde está.

K. se atrevió a decir la frase y tuvo recompensa.

El hombre de detuvo, se volvió pausado y le hizo una seña para que pasaran a un cuarto. Era una estancia pequeña, tan desordenada como la tienda, en la que una mesa de camping soportaba un ordenador antediluviano y apagado. El padre de Pazos desplegó dos sillas de camping levantando una nube de polvo.

— Mi mujer está hecha polvo desde que se fue -comenzó a decir secándose cara y cuello con el pañuelo mugriento que se sacó dificultosamente del pantalón- Le agradecería que me diese señas de él, caballero.

K. le contó la posibilidad de que estuviera en un equipo de la zona norte de Madrid. Nada le dijo de su sospecha del asalto a la chabola de Mésio, relató que tenía amigos en común, seguidores del fútbol no profesional, que le contaron el destino de su hijo.

— Dicen que le han visto de portero ese equipo. Y son gente de fiar.

Lo que K. quería saber es porque llamó fachas a esos que le "embrujaron".

Paco, que era como se llamaba el tipo, le contó algo que prometía. Parecía ser que su hijo intimó con un grupo radical que andaba por el barrio de Usera. "Unos gamberros que se dedican más al follón que a ver fútbol". Los conoció, según un amigo del Orcasitas, ("Richard, el defensa central del equipo, un chaval noble") al que dejó de lado cuando entró en el grupo de ultras, porque iban a ver al Orcasitas al Municipal. Se juntaban después del partido en un bar. Se fueron acercando a su hijo paulatinamente, domingo tras domingo. Hablaban de política, de apartar a los sudamericanos y africanos de los equipos del sur de la ciudad porque les estaban quitando las oportunidades a los críos de las barriadas. Richard le advirtió a su hijo de que no le gustaban esos tíos que ni siquiera eran del barrio aunque anduvieran por allí, pero de nada sirvió. "A él le tenían engatusado vete a saber por qué." Un fin de semana, después de jugar el partido, llegó a casa y dijo que se iba, que le había fichado un club de más solera que el Orcasitas y que su vida deportiva estaba antes que cualquier cosa.

—…. Así que con las mismas, cogió el hato y casi ni se despidió de nosotros -terminó diciendo Paco emocionado- Y si por alguien lo siendo de verdad es por la parienta que anda muy muy mustia desde que se largó el chico. No le tenemos nada más que a él, así que….

Se enjugó la humedad de los ojos con el pañuelo de marras.

— Creo que daré con él -dijo K. levantándose- Intentaré que razone.

Se despidió y volvió a atravesar la jungla de bártulos en dirección a la calle.

Cuando volvía al coche se detuvo en el estanco. Tenía tabaco de sobra pero quería saludar a la morenita simpática que conocía de tiempo atrás.

— ¡Válgame el cielo! -exclamó la chica al aproximarse a la mampara- ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿No será el mismo sombrero?

La colombiana se reía de buena gana.

— Ahora ando por otro lado del barrio, Cris. Pero para que veas que no olvido una cara guapa he pasado a saludarte.

Cris era una colombiana cincuentona y hermosa con una sonrisa resplandeciente. Llevaba el pelo sujeto en una coleta que daba vista plena a unos labios bien dibujados y carnosos. Llevaba puesto un jersey rojo, muy ceñido, que marcaba unos senos explosivos.

— De camino aquí venía pensando si tendrías un rato, cualquier día de estos, para que tomásemos algo en el sitio que quieras. Así nos contábamos lo que ha sido de nuestras vidas o lo que no fue.

Cris intercambió una mirada sugestiva que pretendía pasar por tímida.

— Vaya, ¿es esto una cita?

Preguntó estallando en una risotada.

— Para nada. Es una declaración en regla de amor eterno.

La colombiana volvió a reír con más intensidad.

Intercambiaron sus números de teléfono y se despidieron de manera apremiante pues varios clientes esperaban ser atendidos.

— Goodbye, amor.

Escuchó la voz de Cris ya a sus espaldas.

K. caminaba por la acera del Camino Viejo de Leganés diríase que más estirado, ajustándose el sombrero y ladeándoselo frente a un escaparate. Sus pasos parecían más vigorosos, su piel más tersa y hasta su sangre la notaba más fluida, rejuvenecida.