Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 16ª)

09 de mayo 2023
Actualizada: 18 de junio 2024

Las pastillas de freno del Seat Ibiza rechinaron cuando se detuvo en el semáforo. Baldomero cabeceó cerca del parabrisas y miró a K. contrariado

 

CAPITULO 5

 

 

 

Las pastillas de freno del Seat Ibiza rechinaron cuando se detuvo en el semáforo. Baldomero cabeceó cerca del parabrisas y miró a K. contrariado.

— Subirse en este cacharro y descuajaringarse del to. ¡Joder con el bote!

Habían comido en el bar Las Torres. Baldomero le relató lo que un conocido de Frutos vio la noche en que murió Mésio. Parecía ser que, algún tiempo después de terminado el partido de fútbol, anduvieron tres jóvenes enredando en los jardines de lo que antes era la piscina Marbella. Hubieran pasado desapercibidos de no ser porque uno de ellos era conocido del contacto de Frutos.

— Frutos te dará más detalles porque si ya le entiendo poco al natural por teléfono no pillo ni jota -dijo Baldomero observando el techo ennegrecido del coche- Pero quiero aclararte una cosita: si te cuento lo de Frutos no es porque me vaya a meter en este asunto. Tenlo clarito. Es simplemente curiosidad lo que me hace acompañarte. ¿Está claro?

K. asintió buscando sitio por los alrededores de la Plaza de Coimbra.

Frutos ya les esperaba en la puerta de su portal. Estaba anocheciendo y su figura pequeña y huesuda era difícil detectarla tras los coches aparcados. Les saludó desde lejos con la mano.

— He quedao con Lalín en El Faro -les dijo al encontrarse, guiñoteando su ojo derecho con el tic- Tendremos que invitarles a unas rondas porque anda "boquerón" desde que se jubiló y lo que sabe del tema se lo ha tomao como si fuese parte del testamento de la Duquesa de Alba.

Bajaron Vía Lusitana hasta torcer por la calle Faro. K., al pasar por la puerta, vio al camarero agitanado de Casa Miguel acodado sobre la barra. ¿No sería el tal Lalín el viejo que le contó lo de los tres jamelgos y el todoterreno? Se dijo, mientras los otros dos hablaban del barrio en tiempos pasados.

Frutos, en su vida laboral, fue encofrador. Decía que recorrió media España "encofrando forjaos, escaleras y muros". "Aquello era currar y no las pijotadas de hoy", comentaba con ese inquieto movimiento de dedos y su media lengua. Vivía en la Plaza de Coimbra con una hermana con una tara psíquica a la que tenía custodiaba bajo siete cerrojos porque "no fuera a ser que algún hijoputa le haga un ´bombo´" Aunque aseguraba que era extremeño, "de Montijo parido y adquirido madrileño", tenía un deje raro, poco inteligible, dentro de una verbosidad atropellada. Tenía la piel de la cara y las manos como la de un lagarto y rutilaba de puro atezada.

— Anda, ya está ahí el Lalín -dijo Frutos señalando la cristalera del bar- Y pimplando para no hacer tarde.

El tal Lalín tenía una cabellera larga, de un blanco un tanto amarillento, y llevaba unas gafas de sol tipo rockero. No era el viejo de Casa Miguel, pensó K. al ver el percal. Tendría más de los sesenta y le faltaban varios dientes. Se levantó de la mesa para agasajar la llegada.

Paco les saludó con un grito desde la barra.

— Cuanto bueno y selecto –dijo Lalín, sonriente y elevando su vaso de cubalibre.

Baldomero escudriñó con desagrado su chaqueta vaquera avejentada, llena de parches de grupos de rock, y sus pantalones pitillo que se ceñían a una tripa prominente.

— Antes de nada -comenzó a decir dirigiéndose, sobre todo, a K.- os contaré que lo que voy a largaros vale su peso en oro como sabe mi vecino Frutos. Puedo meterme en un lío ya que hay de por medio un fiambre. Además de que, como sabe aquí el Frutos, ando escaso de "moni" desde que me prejubilaron por la enfermedad esta mía. Así he pensado, consultándolo también con mi hermana, que bien que podéis dejar a Paco cien "porrazos" para consumiciones mías particulares, sin contar esta, por supuesto.

Baldomero y Frutos miraron instintivamente a K.

— Menos mal que he pasado por el cajero. ¿Qué tomáis?

Lalín también se apuntó a la ronda.

— Hablo con Paco y le dejo los cien pavos.

Le dijo K. poniendo el dedo índice en la mesa junto a Lalín.

K. llegó con las cervezas y el cubata.

— Pues ná, lo que comenté con el Frutos, -comenzó Lalín, echándose el pelo por detrás de las orejas- que después del partido saqué al perro. Cuando llegué a la boca del parque Sur, me percaté que tres maromos estaban inflando a patadas a papeleras, farolas y a to lo que se les ponía por delante. Yo, a mi entender, creo que estaban bastante puestos de lo que fuera. Pero bastante, bastante, torraos. Bien tostaos, pero no sé si de alcohol o de otras cosas. No la liaron con el gimnasio porque estaba cerrao que si no la lían parda. Entonces me di cuenta de que uno de ellos era el ganso de Pazos, un maromo de casi dos metros que te da una hostia y haces noche en el aire. Le conocía porque fue el portero del Orcasitas dos temporadas atrás. Joder, si era del barrio. Claro. Su padre tiene un negocio de cosas usadas en la calle Chimbo, ahí mismo. Sé que ya no anda por aquí, ni vive con sus padres tampoco, porque noté su ausencia en la portería del Orcasitas y pregunté. Parece que le fichó otro club de no sé dónde coños. Más pasta, fijo. El caso es que se largó y dejó barrio y familia. Le llamé por su apellido: "Pazos, Pazos ¿qué pasa, tío? ¿Pasas ya de to la peña?" Pero él me miró de mala manera y ni pío. Incluso creo que me enfiló desafiándome. Yo me hice el longuis y me fui retirando del jaleo por si acaso pillaba cacho del malo. Me dije: "Lalín, aquí no eres bien recibido y si te da una leche el menda ese te parte por tres". Así que fui tirando hacia la Elíptica. Pues eso es. Luego vi llegar to el follón, pero ya estaba en casa.

Todos estuvieron atentos a las palabras de Lalín sin rechistar.

— Joder, pero eso nada prueba que fueran ellos los que prendieron el chamizo de Mésio. -comentó Baldomero, posando sus ojos llorosos en los fluorescentes del bar.

— Poca gente anda por esos andurriales a esas horas, tío -contestó Lalín que movía las gafas de sol sobre el puente de su nariz al son de sus palabras- Si no fueron ellos, sus primos hermanos, colega. Ya viste la que se lió esa noche en Madrid después del partido. Salen mamaos y con ganas de repartir candela. Y los días de derbi, más. Es lo que hay.

Se despidieron a la puerta del bar los cuatro.

— A ver si os dejáis caer más a menudo por aquí.

Les gritó antes Paco agitando el paño con el que pulía la barra.

La noche era fría pero sin viento. De las bocas de las alcantarillas salía un vapor que se elevaba hacia las farolas de luz ambarina. En el Centro de Salud de Abrantes un vigilante jurado echaba una cadena y cerraba el candado sobre el portón de entrada. Pasaban algunos coches ahuyentando a unos gatos que husmeaban junto a los contenedores de basura. Entre las escasas estrellas que se veían, una luz rojiza pasó como una exhalación.

— ¡Joder! ¿Una estrella fugaz? -preguntó Baldomero colgado del cielo.

— O un puto dron. –contestó K., echándose hacia atrás el ala del sombrero.

— ¿Drones? Pero si ya no los sacan.

— Pues te equivocas, Bal. La otra noche vi uno bien hermoso en Tres Cantos. Mañana en la cena te lo enseño.

— ¿Es en Tres Cantos? -dijo Baldomero, dándose un empellón con el hombro del otro.- Vas a tirar la casa por la ventana.

Llegaron hasta Vía Lusitana y cruzaron el bulevar para subirse al coche.

— ¿Te hace la penúltima en Los Montaditos?

Baldomero arrugó la boca en un gesto de indiferencia.