Una bocanada de aire caliente y viciado le sacudió cuando vio la luz en la glorieta de Cuatro Caminos tras salir del metro. Durante su niñez, en los veranos que pasaba en casa de la abuela Guadalupe, recordaba aquella glorieta como el hervidero que en ese mismo momento le rodeaba. La única diferencia reseñable era una muchedumbre multirracial que en los años sesenta era casi impensable. Ahora los comercios, las sucursales de bancos, las clínicas dentales o de estética, las peluquerías, estaban al servicio de ciudadanos sudamericanos, africanos o asiáticos. Caminaba por la calle Bravo Murillo cruzándose con gentes con vestimentas de colores atrevidos, acentos latinos, que se mezclaban con dialectos suajili, árabe u oromo ataviados con dashiki o chilabas. Todos caminaban las aceras diferentes pero armoniosos. K. pasó por delante del antiguo cine Montija, convertido en un amplísimo local de cosmética, y recordó tardes pretéritas con su abuela o con sus amistades de niño visionando programas dobles entre olor a sudor, ozonopino y palomitas.
Tomó la calle Carnicer cuando llegó a su altura. Calle angosta en la que le llegó una oleada del kebab que giraba en su hornillo vertical. Un hombre de rasgos turcos vigilaba la pieza de carne tras la cristalera grasienta de un local pequeño de enorme letrero escarlata. No recordaba el número concreto de la librería pero sabía que no andaba lejos ya que, en la madrugada, consultó por internet que seguía abierto al público. Hacía más de cuarenta años que no frecuentaba a Eduardo Martos y sintió ese puño en el estómago que ensombrecía sus pensamientos. Deseos de huir de allí o de hundirse en jarras de cerveza y olvidar lo que fue un escenario del pasado. ¿Tanto odiaba su pasado? No era eso. Lo esquivaba, pero siempre andaba en cada recoveco.
Frente al escaparate de la librería Martos se reflejó su figura con sombrero envuelta en humo de cigarrillo. Recordaba más grande el escaparate y supuso, como era sencillo hacerlo, que la peluquería senegalesa, según rezaba en el cartel superior, había tomado parte del sitio de la librería. Un cierre de tijera blindaba el escaparate. Se acercó a la puerta de la peluquería para preguntar.
— Oh, sí, señor Eduarrrdo ablre sólo tardes -me dijo alegre una mulata que trabajaba en la melena ensortijada de una compatriota- Pero él y su señolra viven arriba. Ahí mismo.
Señaló una ventana poblada de macetas floridas encima del escaparate.
Tras llamar al interfono se dio a conocer.
— Repítame, por favor. -le dijo una voz de mujer desde el aparato.
— Dígale mejor a Eduardo que soy K., el viejo K.
La chicharra de la puerta zumbó.
Le recibieron en la puerta de la casa. Eduardo Martos, cargado de espaldas y conectado a una máquina de oxigeno, le esperaba con los ojos acuosos y los brazos temblorosos. Su mujer, sujetándole tras él, le rogaba que no se pusiera nervioso.
"Ya está aquí tu amigo, no seas impaciente que no te viene nada bien las emociones. Se fatiga más, sabe", le dijo a K. antes de que se abrazaran con detenimiento.
— Cuantos años, sinvergüenza, sin saber de ti y mira hoy a quien te encuentras: un viejo que ya no puede ni con los calzoncillos.
La voz de Eduardo Martos era trémula y su verticalidad inestable. Se apartó para escudriñar el rostro de su amigo. "Sigues siendo un dandi, cabroncete. Un dandi de capa caída pero todavía coquetón.", le dijo estertorosamente, buscando acomodo urgente en el antebrazo de su esposa.
La casa era bastante pequeña, llena de libros y fotografías en las que el librero posaba junto a figuras conocidas y menos famosas de la literatura española y extranjera. Pasaron a una habitación desde la cual brotaba el resto de la casa. Eduardo tomó asiento en un butacón gastado. Su mujer le colocó el tubo alargador de las gafas nasales y le puso una manta de viaje sobre las piernas. Hacía frío en la casa ya que sólo un radiador de aceite calentaba la vivienda.
— Vamos, cuéntame cómo te ha ido en estos años -dijo Eduardo con su característica fatiga- Por lo que sé, dejaste de escribir.
— Ni siquiera leo, me dedico en exclusiva a la bebida.
Charlaron sobre viejos conocidos, sobre la vida de antaño.
Mari, como se presentó la esposa, fue a la cocina a buscar algo "para picar". Tenía el rostro cansado (ojeras marcadas, labios ajados, deje rendido) y una edad cercana a los ochenta años al igual que su marido. Trajo unas galletitas saladas en un plato, un botellín cerveza y una botella de medio litro de agua mineral.
— Me dijo por lo bajo Eduardo que usted es un gran bebedor de cerveza -le comunicó la mujer a K. entre una sonrisa laboriosa.
— Pero venga, no te andes por las ramas, cuéntame cómo te va, K.
Hasta ese momento intentó ganar algunos minutos para rodear el tema. No quería abrumar al librero y a su mujer y mucho menos preocuparle. Tampoco le apetecía nada a él. Así que le contó lo primero que le vino a la mente. "Tengo un bar a medias con un socio. Está por Carabanchel y va bastante bien. No me puedo quejar. ¿Y vosotros, cómo lo lleváis?"
Mari posó los ojos en una raída alfombra. El librero se adelantó con un talante positivo.
— Ya habrás visto que tuve que partir la librería. ¡Los tiempos cambian! Se la tengo arrendada a unas negritas muy simpáticas que apostaron por la peluquería de abajo. Les va bien, como a ti con tu bar. Las cosas se pusieron feas a la hora de vender libros, ya sabes. Apenas compra libros nadie. O los descargan por los ordenadores o los encargan para leerlos en esos aparatejos que les van a dejar sin vista. En fin, vamos mal que bien y contentos ¿verdad, Mari?
La mujer trazó una voluntariosa sonrisa.
— ¿Y tu hijo?
— Oh, ese se lo ha sabido montar mejor que nosotros -contestó Eduardo al tiempo que se colocaba mejor las gafas nasales. El filo de las aletas de la nariz lo tenía enrojecido, con una especie de costra cenicienta- Es corresponsal de "La vanguardia" en Nueva York. Estudió periodismo y todo fue sobre ruedas. Vive con una mujer argentina allí. Lo mismo cualquier día nos hace abuelos.
Trató de reír pero los bronquios le traicionaron. Una tos ronca, surgida de un interior remoto, le sacudió. Mari le dio unos golpecitos en la espalda y le acercó el vaso con agua.
— Las emociones no le van bien -decía Mari soslayando a K.- Y mire que se lo dicen los médicos una y otra vez.
— ¡Galenos……… insensatos!
Eduardo trataba de calmar su pecho cogiendo aire con la boca abierta mientras maldecía.
K., una vez recuperado el librero, les contó que años atrás visitó a Ángel Layana.
— Estaba bastante enfermo. Su cabeza no regía del todo, pero me enterneció.
El librero se volvió hacia él. Su gesto se tornó afligido, enroscando las arrugas de su rostro en un tapete abrupto. Estiró la mano sarmentosa hasta coger la de K.
— Murió durante la pandemia, amigo mío. Creía que lo sabías. Yo tenía contacto con Martha Cecilia, la mujer ecuatoriana que lo atendía, la que le adjudicaron los servicios sociales, y la llamaba todos los meses preguntando por él. Al principio hasta hablé con Ángel, aunque su cabeza andaba dispersa, pero luego tuve que conformarme en saber de él por intermediación. Se fue el más grande, K. Pero qué diantres te voy a decir a ti.
Las manos de los dos se entrelazaron firmes unos segundos. La máquina concentradora de oxigeno emulaba una respiración contundente pero llena de artificio que musicaba groseramente el silencio de los tres. K. observaba los cristales velados de la ventana tras los hombros del librero como el horizonte oscuro de la nada. Le apeteció de manera inusitada fumar... Fumar y beber. Beber y fumar.