A finales de julio de este año se publicó un artículo científico que socavó el paradigma dominante durante décadas sobre el estudio de la depresión en el campo de la psiquiatría. Sus resultados supusieron tal revuelo que incluso saltaron a la prensa no especialista, si bien como muchas de sus conclusiones no resultaban afines a los intereses de potentes sectores de la industria farmacológica, enseguida, a los pocos días, cayeron en el olvido.
Sin embargo, en la historia de la Ciencia, y más cuando esta se presupone que se encuentra en un avanzado estado evolutivo como es el actual, no resulta sencillo asistir al derrumbe de todo un programa de investigación desarrollado en torno a una hipótesis que finalmente se demuestra ser errónea. Famosa es en este sentido la teoría del flogisto, según la cual toda sustancia susceptible de sufrir combustión contiene una sustancia hipotética llamada flogisto, y el proceso de combustión consiste básicamente en la pérdida de dicha sustancia. Durante más de un siglo, esta fue la teoría dominante para tratar de explicar por qué algunos cuerpos eran susceptibles de arder, hasta que las investigaciones de Lavoisier demostraron que en realidad la combustión se basaba en el oxígeno.
La investigación a la que nos referimos fue publicada en la revista Molecular Psychiatry del grupo Nature, por la psiquiatra y profesora de la University College London, Joanna Moncrieff. El estudio concluye que a pesar del colosal presupuesto gastado en convencer a la sociedad de que la causa de la depresión es una bajada de un neurotransmisor como la serotonina, a la que se le conoce popularmente como la hormona de la felicidad, esta idea no está basada en resultados científicos.
Merece la pena, por su trascendencia, citar sucintamente la metodología seguida en su trabajo. Moncrieff y compañía han realizado una revisión sistemática exploratoria que les llevó a examinar las seis áreas en las que se ha querido sustentar la hipótesis serotoninérgica: disminución de los niveles de serotonina o sus metabolitos, disminución de los niveles de receptores de serotonina, aumento del transportador de serotonina (que haría disminuir los niveles de serotonina disponible), efectos de la depleción de triptófano (que también se traduciría en una disminución de los niveles de serotonina), polimorfismo del gen transportador de la serotonina e interacción entre el gen del transportador de la serotonina y el estrés en la depresión.
Pues bien, atendiendo a esas seis áreas, encontraron un total 361 publicaciones, de las que solo diecisiete cumplieron los criterios exigidos, es decir menos de un 5% de los artículos publicados al respecto cumplían con los mínimos estándares de calidad para ser aceptados en esta discusión. A pesar de ello, en la mayoría de los estudios no encontraron pruebas de una menor actividad de la serotonina en las personas con depresión en comparación con las personas sin ella. Y concluyen "es hora de reconocer que la teoría serotoninérgica de la depresión no está sustentada empíricamente".
Como era de esperar, si la teoría serotoninérgica ha sido el paradigma dominante en la psiquiatría durante décadas para tratar de explicar la etología de la depresión, los tratamientos destinados a su curación se han centrado en el desarrollo de psicofármacos que de alguna manera logren aumentar los niveles de serotonina en el cerebro. Esto se puede lograr de diferentes maneras, por eso existen también diferentes tipos de antidepresivos, pero todos ellos tienen en común ese objetivo. Y si, como demuestra el estudio de Moncrieff, esta teoría no se sostiene según todos los datos, ¿qué ocurre con esos medicamentos? ¿no deberían mostrar entonces ninguna efectividad?
Aunque puede parecer sorprendente, diversos estudios realizados desde los años 90 muestran precisamente eso, que los niveles de eficacia de los antidepresivos para el tratamiento de la enfermedad son similares a los del placebo, y solo en los casos de depresión grave (que suponen un porcentaje minoritario de las personas diagnosticadas de depresión), los datos arrojan una ligera mejoría sintomatológica con respecto a una sencilla pastilla que solo contiene azúcar. Todo ello teniendo en cuenta además que el antidepresivo, al contrario que el placebo, posee efectos secundarios (náuseas y vómitos; aumento de peso; somnolencia; problemas sexuales, como falta de deseo o capacidad para tener relaciones sexuales… son algunos de los más comunes). Esto ha sido demostrado, entre otros, en diversas investigaciones de doble ciego a lo largo de los años, por Irving Kirsch, profesor e investigador en la Escuela de Medicina de Harvard y en el Centro Médico Beth Israel Deaconess.
Las investigaciones de Moncrieff o Kirsch solo vienen a confirmar lo que se sospechaba en la comunidad científica alejada de los intereses económicos de las grandes farmacéuticas desde hacía tiempo sobre la etología de la depresión. Si esta sobreviene en una gran parte de los casos por factores ambientales (fallecimiento de un familiar, ruptura de la pareja…), la conocida como depresión exógena, está no puede tener un origen puramente biologicista. Pero, es más, aun suponiendo que el origen de la enfermedad sea orgánico, la llamada depresión endógena, resulta excesivamente reduccionista que solo recaiga la responsabilidad de la misma en un único neurotransmisor, la serotonina, de los más de 40 que operan en nuestro cerebro, teniendo en cuenta que cualquier pensamiento humano es fruto de la iteración de diferentes módulos cerebrales que "conversan" entre sí usando para ello también diferentes neurotransmisores.
España es, junto a Portugal, el país de la OCDE donde más psicofármacos se consumen a razón del último informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes. Según datos del Ministerio de Sanidad, los médicos recetaron 54 millones de cajas de ansiolíticos y 45,1 millones de antidepresivos (es importante señalar depresión y trastornos de ansiedad están estrechamente relacionados en su sintomatología) entre enero y noviembre del año pasado. Sin tener datos actualizados a fecha de hoy, a mediados de 2020 había 2,1 millones de personas con un cuadro depresivo, el 5,25% de la población mayor de 15 años, según los últimos datos difundidos a finales del año pasado por el INE a raíz de la Encuesta Europea de Salud.
Una de las razones fundamentales de este aumento del consumo se encuentra en la falta de acceso a intervenciones no farmacológicas. Ante una Atención Primaria colapsada que no puede ofrecer alternativas, el médico de familia prescribe un psicofármaco sin atender siquiera al origen del malestar comunicado por el paciente. De esta manera es inevitable caer en un sobrediagnóstico de la enfermedad, generando un ejército de consumidores de medicamentos, que podrían ser sustituidos en muchos casos por placebo (o, por supuesto, de manera más humana y efectiva de cara a posibles recaídas futuras, con terapia psicológica), con todos sus efectos secundarios asociados para mayor gloria de la poderosa industria farmacéutica.
Si hablamos de sobrediagnóstico, ¿quiere decir esto que estas personas no están siendo sinceras cuando exponen su malestar emocional? Nada más lejos de la realidad. Lo que realmente está ocurriendo es que, en muchas ocasiones, ese malestar no tiene nada de patológico. Es una reacción natural (incluso podría decirse evolutiva) ante una circunstancia adversa. No hay nada en su cuerpo que esté funcionando de manera anómala. No existe ningún fallo orgánico.
De la misma manera que ante la muerte de un ser querido la mayor parte de los seres humanos experimentan las conocidas como cinco fases del duelo (la negación, la ira, la negociación, la depresión y la aceptación) enunciadas en los años 60 por la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross, cuando un sujeto es víctima de la violencia estructural presente en la sociedad de la que forma parte lo esperado es que sufra una afectación emocional por ello, la intensidad de la misma dependerá del golpe recibido y la capacidad de resilencia del sujeto para encajarlo. Lo verdaderamente patológico ante ello sería mostrarse alexitímico, falto de toda emoción.
Si durante el paleolítico, el ser humano era cazador-recolector y dependía para su supervivencia del hallazgo del suficiente alimento en su entorno natural, y cualquier cambio en las condiciones climáticas o ambientales (un incendio causado por un rayo, una glaciación, una epidemia…) podía poner en riesgo su futuro, ahora la mayor parte de la población mundial es proletaria, es decir, viene al mundo desnuda, desprovista de cualquier medio de producción con el que garantizar su existencia. Por lo tanto, en cada fluctuación en sus condiciones materiales está en juego su supervivencia y la de su prole.
¿Cómo no experimentar sentimientos de tristeza, vacío, desesperanza o ansiedad ante un despido o simplemente la posibilidad del mismo? ¿o ante una larga situación de desempleo? ¿o ante una prestación de paro que está a punto de terminarse? ¿o ante un desplazamiento en el trabajo y tener que vivir lejos de la familia? ¿o el miedo a no poder disfrutar de una pensión digna por no tener los suficientes años cotizados? ¿a no poder pagar los estudios a los hijos, o siquiera a poder alimentarlos?, ¿o a sufrir un desahucio?, ¿o a ser embargado por no poder devolver un crédito?... La vida de cada representante de la clase trabajadora está en juego a cada instante. Nada es seguro, todo puede venirse abajo a la menor sacudida de los Mercados, siempre amenazando inestabilidad. Si estos se remueven agitados, los proletarios sufrirán su ira en forma de ajustes estructurales.
Si algún día todo este ejército de víctimas de la violencia estructural tuviera la fortuna de caer en manos de verdaderos profesionales de la psicología, que les ayudaran a descifrar las causas últimas de su malestar emocional, se volverían irremediablemente antisistema. Se darían cuenta que en realidad no les falta serotonina sino que les sobra capitalismo.