Res publica: La vida pintada

14 de noviembre 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

«(…) los científicos de mediados del siglo XX procedían a partir de los descubrimientos de sus predecesores para elevarse desde ellos hasta las alturas… mientras que los artistas, por su parte, ignoraban los hallazgos legados por sus maestros desde la época de Leonardo da Vinci y, aterrorizados, los reducían o desintegraban con el disolvente universal de la Palabra». Así finalizaba Tom Wolfe su provocador ensayo sobre el arte moderno escrito en 1975 titulado La palabra pintadai>

«(…) los científicos de mediados del siglo XX procedían a partir de los descubrimientos de sus predecesores para elevarse desde ellos hasta las alturas… mientras que los artistas, por su parte, ignoraban los hallazgos legados por sus maestros desde la época de Leonardo da Vinci y, aterrorizados, los reducían o desintegraban con el disolvente universal de la Palabra». Así finalizaba Tom Wolfe su provocador ensayo sobre el arte moderno escrito en 1975 titulado La palabra pintada.

 

La idea central del texto es que el arte moderno está más cerca de la literatura y de la metafísica, que de lo tangible. En realidad, en el arte contemporáneo lo que menos se puede esperar de una obra es que esta tenga algo que decir por sí misma. Solo existen para servir de soporte a las teorías desarrolladas por los críticos de arte, reconvertidos en gurús (Clement Greenberg, Harold Rosenberg y Leo Steinberg, principales críticos de arte de los años 70, son las dianas a las Wolfe dirige sus dardos). Las pinturas y otras obras funcionan únicamente como ilustraciones del propio texto que las describe (si bien puede ocurrir perfectamente que las motivaciones principales del autor, al menos las conscientes, nada tuviesen que ver con las enunciadas en el texto). En palabras del propio escritor: "Hoy día, sin una teoría que me acompañe, no puedo ver un cuadro".

 

Del Expresionismo Abstracto se pasó al Pop, del Pop al Op, el Op cayó ante la ofensiva del Minimal, y de éste se pasó al Arte Conceptual… Una sucesión casi infinita de corrientes artísticas cada cual más críptica o ambigua que la anterior a ojos del espectador neófito, que pedía a gritos un texto explicativo que le ayudase a comprender lo que estaba viendo; para después, a tenor de lo leído, tomar conciencia de que aquello aparentemente incomprensible resultaba ser algo que iba muy en serio, que desvelaba los misterios de cuestiones muy profundas, pero solo ante la avezada mirada de un hermeneuta disciplinado.

 

No sabemos lo que hubiese pensado Tom Wolfe si hubiese llegado a saber que algunas de las obras de artistas referenciados en su ensayo acabarían batiendo todos los récords de precios en años recientes en las más afamadas casas de subastas. Los 70 millones de dólares pagados por Untitled (1970) de Cy Towbly, los 84.2 millones desembolsados por un coleccionista privado por Black Fire (1961) de Barnett Newman, o la venta por 86.9 millones de dólares de Orange, Red, Yellow (1961) de Mark Rothko (le invito a una búsqueda en Internet de las obras referidas). Mención especial para la célebre obra «Mierda de artista» del artista conceptual italiano Piero Manzoni (1933-1962), 90 latas cilíndricas de metal con una etiqueta firmada por el autor en la que se puede leer: "Mierda de artista. Contenido neto: 30 gramos. Conservada al natural. Producida y envasada en mayo de 1961", una de las cuales fue vendida por 275.000 euros en una casa de subastas de Milán en 2016.

 

Claro que podría llegar a argumentarse que nosotros, míseros mortales legos en la materia, carecemos del sentido estético necesario para poder apreciar en todas sus múltiples dimensiones la inefable belleza que se esconde tras esas obras. Solo los elegidos, entiéndase por ello los críticos de arte posmoderno o sus coleccionistas estetas, a la sazón millonarios, más allá de sus propios creadores, gozan de la sensibilidad suficiente para penetrar en todos sus secretos. Al fin y al cabo, es probable que, para sus ojos, Wolfe y todos los que con él se sienten identificados no sean nada más que un viejo ejército de reaccionarios que sienten fobia ante la evolución (inevitable) del arte.

 

Para tratar de ganar objetividad en nuestras apreciaciones, deberíamos ser capaces de aportar datos que fuesen significativos y que lograran escapar de las apreciaciones puramente subjetivistas. Y en verdad no faltan. No recurriremos para ello a las populares anécdotas de obras que fueron confundidas con residuos como la conocida como "Nueva creación de la primera presentación pública de un arte autodestructivo" de Gustav Metzger, que en realidad era una bolsa llena de colillas y papeles, y que una señora de la limpieza del Tate Museum acabó tirando a la basura; o lo ocurrido con la obra del artista Iván da Silva Pedantowski mostrada en el museo de arte contemporáneo de Sao Paulo sobre la que el conserje lanzó una lata de refresco vacía pensando que era una montaña de material para reciclar. Lejos de ofender al artista, haciendo honor a su apellido, este comentó: "La conexión formada por las dos partes creó una nueva dimensión estética en general." A lo que el conserje añadió: "Se podía ver en los rostros de la gente que nadie entendía nada de lo que estaba hablando, el arte es una cosa muy difícil". En ambos casos, podría argumentarse que la limpiadora o el conserje, como él mismo confiesa, forman parte de ese gran séquito de personas carentes de cualquier sentido estético para poder apreciar la complejidad conceptual del arte contemporáneo. Debemos aportar evidencia empírica que involucre a sus exégetas estetas.

 

En 2015, TJ Khayatan, de 17 años, visitó el MoMA de San Francisco con sus amigos y decidió dejar sus gafas en el suelo para observar la reacción de los visitantes. Rápidamente se convirtió en la pieza de arte que más popular de toda la exposición. Todas las personas que ese día visitaron el MoMA caminaron lentamente en círculo alrededor de los lentes de Khayatan en actitud concentrada.

 

Poco después de aquello, dos jóvenes que distaban de ser artistas se presentaron en dos museos de Londres: Saatchi Gallery y Tate Modern. Ambos se colocaron recostados o de pie delante de una de las paredes libres de cada exposición o galería, cerraron los ojos y se pusieron una pequeña pelota en la boca. Enseguida, los visitantes se pararon frente a ellos para observar aparentemente interesados aquella performance carente de significado alguno.

 

A raíz de lo anterior, podría contrargumentarse que en realidad esto no demuestra nada, pues si bien podemos considerar que las personas que cayeron en esas "trampas artísticas" puedan ser aficionadas al arte contemporáneo, no por ello significa que han alcanzado el nivel de conocimiento suficiente para elevarlos a las más altas esferas de la casta esteta: los coleccionistas y los críticos de arte. Debemos ser entonces más rigurosos en lo empírico.

 

En marzo de 2015, un equipo de creativos, publicistas, directores y actores llamado LifeHunters logró que el Museo de Arte Moderno de Arnhem, en los Países Bajos, albergara, como parte de una exposición temporal sobre arte contemporáneo en las que las diferentes obras serían puestas a la venta, un cuadro de IKEA, valorado en 10 dólares. El miembro del equipo encargado de presentar la obra ante los posibles compradores la vendió como una pieza surrealista que formaba parte del trabajo de un tal Ike Andrews. Ninguno de los que se acercaron a ella, críticos o coleccionistas en la mayoría de los casos, sospechó ni del falso nombre, ni del arte y la "emoción que puso el artista" para crearlo. He aquí algunos de los comentarios: "Perfectamente se puede apreciar que hace referencia a una forma de simbolismo"; "Es una representación del caos de su mente"; "Si pudiera comprar esto por 2,5 millones de dólares, lo haría".

 

En 1941, Piet Mondrian pintó New York City 1. Estuvo expuesto en el MoMA de Nueva York desde 1945, y, en la actualidad, en el museo Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen de Dusseldorf desde el año 1980. Pues bien, todo ese tiempo ha estado colgado al revés. La evidencia que apuntó al hecho de que estaba mal orientado fue una fotografía del cuadro de 1944 tomada en el estudio de Mondrian unos días después de la muerte del artista abstracto. De cualquier modo, el museo alemán ya ha decidido que el cuadro no va a cambiarse de orientación. "Las cintas adhesivas ya están extremadamente sueltas y colgando de un hilo. Si tuviéramos que darle la vuelta ahora, la gravedad las empujaría en otra dirección", ha afirmado una de las conservadoras del museo.

 

Bien pudiera ser que este concepto actual tan abiertamente difuso y borroso del arte (hoy en día ya casi nadie se atreve a dar una definición precisa del mismo), donde parece que todo cabe, responda al miedo de los especialistas en el mismo a caer en viejos errores de sus colegas del pasado: la infravaloración o marginalización, en su día, de obras que en la actualidad son consideradas, por expertos y legos de manera consensuada, como obras maestras.

 

Véase en este sentido el caso paradigmático de Van Gogh, quien fue en vida un pintor marginado e incomprendido, un artista maldito. Nunca llegó a obtener beneficio económico ni comercial alguno por su obra. Tuvo una vida llena de penurias en la que sólo consiguió vender un cuadro. Hoy en día, las obras del neerlandés valen millones, siendo uno de los pintores más valorados del mundo. Sobre su famosa serie de cuadros, hoy de incalculable valor, Los girasoles, su motivación, ante la indiferencia del mundo artístico, era meramente decorativa. "Con la esperanza de llegar a vivir con Gauguin en nuestro estudio, quiero pintar una serie de cuadros. Nada más que grandes girasoles...", escribió a su hermano.

 

Similar suerte corrió el padre del impresionismo, Claude Monet, quien vivió en carne propia el rechazo de la crítica de su tiempo. A pesar de que Monet había expuesto en el Salón de París, su nuevo camino artístico hizo que fuese aislado, y que, de paso, empeorara su situación económica. Vivió una época de hambre y pobreza extremas, así como un intento frustrado de suicidio. Solo al final de su larga vida logró cierto reconocimiento y solvencia económica.

 

De las famosas majas de Goya la primera referencia que tenemos es la del grabador extremeño Pedro González de Sepúlveda en 1800, quien acudió con Juan Agustín Ceán Bermúdez y el arquitecto Pedro de Arnal al gabinete privado del primer ministro Godoy. "Una venus desnuda de Goya pero sin divujo [sic] ni gracia en el colorido", anotó en su diario. La misma impresión negativa causó la obra en el conservador francés Fréderic Quillet en 1808, que a finales de aquel año redactó el inventario de la colección de Godoy, describiéndolas despectivamente como «Gitanas». Los monseñores de la Inquisición incautaron en 1814 las pinturas, por considerarlas lúbricas. Hasta 1901, en que se colgaron en El Prado, permanecieron escondidas en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Hoy, ambas, son consideradas por todo el mundo como obras maestras de la pintura.

 

Como ya habrá adivinado, los tres apuntes anteriores están relacionados con las reivindicaciones de activistas medioambientales que han provocado indignación casi generalizada por atentar contra el arte en amplios sectores de la sociedad, en este caso por igual entre neófitos y especialistas, y también entre diferentes colores políticos. A pesar de todo el ruido mediático generado, ninguna de las obras sufrió daño alguno. Lo que sí ya semeja irreversible es el daño a las condiciones climáticas de nuestro planeta causado por décadas de un sistema económico depredador, y toda la amenaza para la vida compleja que ello supone, incluida la nuestra. No le aburriré con la cantidad abrumadora de datos científicos que así parecen afirmarlo. Tampoco parece que la celebración de la Conferencia anual de la ONU sobre el Cambio Climático (COP 27) en Egipto, país que lleva casi una década bajo una dictadura militar, y a la que la mayoría de sus asistentes acudieron en jet privado, vaya a solucionar nada, pues la raíz de los problemas estructurales, como suele ocurrir en estos casos, no forma parte del orden del día.

 

En mitad de las dos "gitanas" de Goya, dos jóvenes activistas, probablemente desconocedores como un servidor de qué es esa cosa a la que llamamos arte, a través de un grafiti, representaron no la palabra sino la vida pintada. Aquella acción, aunque pudiese ser propia de una performance de arte posmoderno, lo trascendía. Porque una cosa es verdaderamente cierta, podemos no saber lo qué es el arte o qué valor puede tener para nuestra existencia, pero como afirmó acertadamente el portavoz de aquellos agitadores de conciencias: "Estamos haciendo esto para proteger el arte, porque el arte existe en tanto en cuanto hay alguien que lo puede contemplar".