Res publica: As bestas

12 de diciembre 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

"Está basada en lo que sucedió y refleja bien lo que pasó con Martin". Así se expresaba su viuda, Margo, tras ver la película de Sorogoyen, en el mismo lugar en el que está ambientada, la aldea de Santoalla, en el ayuntamiento de Petín, Ourense. Donde en 1988 se rodó la ya mítica "Sempre Xonxa", el primer largometraje en lengua gallega. La casualidad ha querido así conectar dos de los films, por razones diferentes, más cargados de galeguidadei> de la historia del cine

"Está basada en lo que sucedió y refleja bien lo que pasó con Martin". Así se expresaba su viuda, Margo, tras ver la película de Sorogoyen, en el mismo lugar en el que está ambientada, la aldea de Santoalla, en el ayuntamiento de Petín, Ourense, donde en 1988 se rodó la ya mítica "Sempre Xonxa", el primer largometraje en lengua gallega. La casualidad ha querido así conectar dos de los films, por razones diferentes, más cargados de galeguidade de la historia del cine. Si la de Chano Piñeiro puede parecer una película con tintes inequívocamente realistas, predomina, sin embargo, en ella, un realismo mágico propio de Álvaro Cunqueiro, el de la Galicia mágica y legendaria de los cuentos populares; mientras que la cinta de Rodrigo Sorogoyen, por el contrario, es indiscutiblemente realista, de un realismo crudo con escasas concesiones al romanticismo o la idealización. 

Trataremos en lo que sigue de hacer una lectura puramente sociopolítica de la misma evitando entrar en demasiados detalles concretos de la trama por si usted aún no ha podido disfrutarla. 

Lo primero a señalar es que lo que nos muestra el director madrileño en su obra es una Galicia "fea", a pesar de sus hermosos paisajes, pues su fealdad no procede de la naturaleza. Esa Galicia que en raras ocasiones nos muestran las imágenes de la TVG, o las páginas de "La Voz de Galicia". Y, sin embargo, es una ambientación que cualquier conocedor del interior rural gallego reconoce desde el primer momento. Hay ahí una profunda autenticidad. 

Como es lógico, esa no es la Galicia que gusta ver retratada en el cine a sus poderes públicos. Es la que siempre han tratado de esconder, a la que han abandonado a su suerte a los paisanos que la habitan, a la que han sumido durante décadas en el más completo abandono y que explica su atraso secular. 

No, no son, como veremos, los hermanos Anta los verdaderos villanos del film. Si hay que buscar un antagonista, lo encontramos en algo infinitamente más abstracto: las condiciones socio-políticas; las estructuras, en definitiva, que rigen ese mundo rural desde hace siglos. Es en la ausencia de los poderes públicos y de algo similar al Estado de Derecho donde está la clave de todo lo que vemos en la película.

Es por ello que para la Administración y una parte de la ciudadanía gallega As Bestas es un film maldito. Supone todo un puñetazo de realidad. De una realidad cruda y áspera que emerge a la luz tras creerla oculta para siempre. Así entendemos por qué una película magistral en todos los sentidos, que ha recibido múltiples nominaciones y premios, en la que sus personajes aldeanos se expresan en un gallego popular, salido de las entrañas, durante gran parte de la misma, no haya sido financiada por la Xunta pero sí por otras administraciones regionales. Al igual que el personaje interpretado de manera colosal por Luis Zahera, Xan, advierte en un momento de la película al francés de que jamás podrá hacer en la aldea ese complejo de turismo rural que se propone, pues le sobran todos los aldeanos, ya que los turistas huirían al verlos "porque somos todos feos"; a las élites políticas regionales, y sus residuos caciquiles, les sobra también la película pues es también demasiado fea.

¿Y cuáles serían esas estructuras sobre las que gira toda la trama y que son las verdaderas protagonistas (invisibles) de la obra? Para poder responder a esta pregunta, debemos echar una mirada a cómo se ha ido creando y ordenando el rural gallego desde la noche de los tiempos. En definitiva, a las características principales de una aldea del interior rural de Galicia. 

Si hay algo que se aproxime bastante a esa sociedad de productores individuales imaginada por Marx que practicaban una especie de comunismo primitivo, eso es sin duda una aldea gallega. La fertilidad de la tierra, un clima propicio para múltiples labores agrícolas, y, sobre todo, el fácil acceso al agua, han posibilitado el crecimiento, de manera desordenada, de núcleos familiares en torno a propiedades en las que poder practicar una economía cerrada, basada en el trueque y el autoconsumo

Porque al contrario que el proletario que ha sido desposeído, el aldeano tiene un medio de producción, tiene un chacho de tierra, tiene, en definitiva, leiras. Fincas en las que plantar alimentos para el consumo propio y a su vez, que sirvan de sustento para unas pocas cabezas de ganado. Animales que serán también fuente de alimento, surtidores de otras materias primas como la lana, o que servirán de ayuda como animales de tiro.

Pero también fueron conscientes desde el primer momento que todo aquello no era suficiente, y por eso, desde el medievo, dispusieron también la propiedad comunal de las tierras circundantes a la aldea, presente incluso hoy en día en lo que se conoce como comunidades de montes. Todo lo que en ella había era propiedad de todos, incluidos los animales que allí habitaban, as bestas, que por su capacidad para pastar todo tipo de hierbas y arbustos como el tojo contribuían a la limpieza de los montes eliminando las malezas.

Así fueron creciendo estas comunidades agrícolas y ganaderas que son las aldeas gallegas. Un conjunto de viviendas diseminadas de manera desordenada con sus propios usos y costumbres, como toda sociedad cerrada, y de las que las diferentes administraciones públicas, con la llegada de la modernidad, se desentendieron desde el primer momento, como si de reservas indias se tratara. 

Es por ello que el viajero no hallará en ella trama urbana alguna. Allí no hay calles ni aceras, hay caminos. No hay plazas, solo leiras que están aún por ser trabajadas. Y ni rastro de lo que se supone caracteriza a las sociedades civilizadas: instituciones públicas. No hay guarderías, colegios, centros de atención sanitaria, culturales, deportivos, redes de transporte público… En ellas, la Administración y su ordenación racional están ausentes

Los únicos lugares para la socialización o para el encuentro con el otro, el vecino, son la taberna (tal como la que vemos en la película, y en cuyo interior transcurren algunas de las mejores escenas de la historia del cine español), si la hubiera, reservada para los hombres; o la iglesia, si la hubiese, reservada para las mujeres. Como en la amplia mayoría de las sociedades humanas, los roles de género están claramente definidos

En este contexto, los aldeanos solo cuentan consigo mismos para garantizar su propia supervivencia. Son personas hechas a sí mismas en el pleno sentido de la palabra. De su continuo e infatigable trabajo, de su adecuada gestión de los recursos, y también de los azares climáticos, depende su propia existencia. En ese entorno hay poco espacio para la libertad, y por lo tanto para el tiempo libre o los placeres estéticos, allí casi todo es necesidad. El determinismo se impone al libre albedrío. En realidad, no son propietarios de la tierra, es la propia tierra quien los posee a ellos. En definitiva, son hijos de la tierra.

Así, no hay en los aldeanos gallegos ningún gen de galeguidade, ningún esencialismo patológico, que les empuje a comportarse como bestas, Todo está profundamente determinado por las coordenadas geográficas y sociopolíticas en las que desarrollan su existencia (en este sentido es necesario mencionar los excelentes ensayos de Xosé Manuel Beiras "El problema del desarrollo en la Galicia rural" y "Estructura y problemas de la población gallega" publicados a finales de los años 60 basados en las investigaciones realizadas por el autor, y cuyas tesis en la actualidad continúan en gran parte vigentes).

Es a este microcosmos particular al que llega la pareja de franceses. Vienen cargados de ilusión con un proyecto personal en sus mentes: aprovechar las condiciones de la tierra para desarrollar la agricultura ecológica, y "abrir" aquella aldea al turismo para que otros urbanitas desconocedores de la belleza de aquellos parajes, puedan admirarla. 

Enseguida apreciamos aquí el abismo en grados de libertad que los separa del resto de aldeanos. Los extranjeros trabajan la tierra también, sí, pero lo hacen sobre todo por pura realización personal; incluso se pueden permitir para su experimentación desaprovechar enormes espacios de cultivo en su plantación de tomates, algo impensable para los nativos, como le recuerda su único amigo en la aldea. Gracias a su formación intelectual, de la que carecen sus vecinos, los cuales, los pocos que han podido estudiar hace tiempo que abandonaron la aldea, la pareja francesa puede disfrutar de los placeres vitales y estéticos propios de habitar en un lugar ancestral, primitivo, ajeno al paso del tiempo, de una enorme hermosura natural. Donde los aldeanos solo ven trabajo y penalidades, ellos ven belleza y oportunidades para su realización personal. Si los hermanos Anta son esclavos de la tierra y están condenados a trabajarla si desean sobrevivir, para la pareja extranjera la tierra está a su servicio. 

Resulta entonces de todo inevitable que la tensión salte por los aires en el mismo momento en el que una compañía energética está dispuesta a comprar las tierras del monte comunal. Para los hermanos Anta surge entonces la oportunidad de sus vidas: tomar el dinero para huir de allí e irse a la ciudad a trabajar como taxistas. Pero hay un problema. Para que esa venta pueda ser definitiva se necesita la firma de todos sus propietarios, incluida la de los recién llegados. 

Poco importa que el francés trate de convencerlos de que lo que ofrece la compañía por esas tierras es en realidad una estafa, o de la importancia de preservar los valores naturales de aquella aldea. Ellos solo desean huir de la vida miserable que el destino les depara a todos los que habitan aquel lugar, el mismo destino que sufrió su padre ya fallecido. Y no van a permitir que un hombre que no está atado a ese fatalismo, que goza de la libertad suficiente para volver a su Francia natal donde además le esperan sus familiares y amigos, se interponga ante esa posibilidad.

No es por lo tanto la xenofobia, como algunas lecturas superficiales de la película han propuesto, el motor principal del odio de los hermanos hacia la pareja forastera (incluso el propio Xan así se lo dice al francés en un momento de la película). Lo que realmente les enerva es que un hombre que no se ha criado y crecido en ese entorno de necesidad, y por lo tanto tenga una visión distorsionada de lo que toda esa aldea significa, donde las vidas ya están escritas nada más nacer, aproveche su libertad adquirida en el exterior, su independencia civil, para cerrar la única ventana de oportunidad que se les presenta a aquellos condenados de la tierra de ser libres como él, o al menos, intentarlo. 

Aquí no hay héroes ni villanos, simplemente estructuras que surgen de la inexistencia de poderes públicos. Así, la única institución que hace acto de presencia en la película es la Guardia Civil. Y en su modus operandi aplica una regla muy sencilla: lo que pasa en la aldea, se queda en la aldea. Ese es el acuerdo tácito implícito entre ambas partes, poder público y aldeanos, que se deriva tras siglos de abandono por parte del Estado. 

Es algo que sorprende al francés desde el primer momento. Criado en un Estado de Derecho, donde rige el imperio de la Ley, él se dedica a grabar clandestinamente las amenazas o agresiones de los hermanos. Pero es en vano. Los agentes interpretan aquella realidad según los códigos de los nativos, a los que, como antropólogos llegados de la civilización, tras años de observación, conocen a la perfección. A los que puede que incluso después de tanto tiempo hayan cogido cariño y empaticen con ellos por su condición de parias. 

Así el francés escucha estupefacto, en boca de los agentes, que si un hermano le apunta con una escopeta, no hay de que preocuparse, está descargada; o si le amenazan, es porque los Anta son personas primitivas, de la aldea, pero que en el fondo son buena gente. Que lo mejor que puede hacer para hacer las paces con ellos es invitarlos a una botella de vino en la taberna. 

Nada de eso es lo que ocurriría si se presentara en las dependencias de la Guardia Civil de una ciudad; allí, ante tales evidencias, los agentes abrirían una investigación ordinaria. Pero en la aldea, lo máximo que puede lograr por parte de los agentes es una indolente condescendencia…Y lo inevitable termina sucediendo… y, a pesar del crimen, la indolente condescendencia de las autoridades sigue presente. 

A partir de ahí, el film entra en otra dimensión. Más íntima, más femenina y feminista. Surgen nuevos temas como el conflicto intergeneracional madre-hija y lo qué significa amar a alguien, o el empoderamiento femenino frente a la opresiva estructura patriarcal del rural, resumido en ese hermoso plano final donde la mujer francesa busca desde el interior del coche de la Guardia Civil encontrar su mirada con la matriarca del clan. Pero esa es ya otra historia.