Se fue acercando al lecho tambaleante, empapado de sudor, con las manos temblorosas y las cejas curvadas dentro de una expresión bestial que hervía dentro de su cabeza. Aferró el escueto cuello de la vieja como si sus manos fuesen unas tenazas poderosas. Ella se despertó con los ojos desorbitados y comenzó a manotear hacia la figura del hombre. Se escuchó un crac en el cuello de la vieja y, posteriormente, mientras pataleaba espasmódicamente sobre el jergón, se fue quedando inerte tras varias convulsiones. Su mirada espantada se fue petrificando a la vez que su boca semimellada adquiría un rictus sesgado que segregaba una babilla escurriendo sobre las bolas de lana de su rebeca.
La respiración alterada del hombre resonaba silbante en el cuarto, burbujeando en su pecho y ensanchándole las aletas de la nariz. Se agachó para recoger la bolsa de plástico del dinero que se escurrió de las manos de la anciana. Fue hasta el carrito y la introdujo sin contar el dinero restante. ¡Qué le importaba a él el dinero! Bastante menos que a esos tres egoístas que decían ser sus familiares. Se decía el hombre murmurando una letanía que cocía en su reseca garganta.
Se llevó las manos a la cabeza para mesarse los pocos cabellos y sacudir el cuerpo en varias contorsiones. Sus cejas no hallaban el límite en su frente extensa. Su grito se ahogaba en su pecho enroscado e hiriente. Al final, se hincó de rodillas hasta dar con el frente en el suelo. Su cuerpo dio varias sacudidas cada vez menos intensas.
Un poco más delante de su silueta inclinada, Ramón dormía sobre una jarapa. Estaba bocabajo con las manos extendidas como si se hubiese desplomado de una considerable altura. Herminia, con una sonrisita queda pintada desde un sueño bonachón, permanecía despatarrada encima de una cama destartalada.
El hombre fue levantando la cabeza hasta encontrarles de frente. Les escudriñaba casi desde su misma altura, esbozándosele un gesto despectivo que fue haciéndose más patente a medida que su mirada se aclaraba de la aflicción.
A trompicones, apartando el jergón con el cadáver de la vieja de un puntapié, fue hasta otro cuarto contiguo para arrastrar hasta la habitación donde dormían los hermanos la cocina de gas butano. Abrió la llave de la bombona así como el mando de la cocina. El silbido del butano al contactar con el aire invadió las escuetas dimensiones de la casa.
Se aseguró que las pocas ventanas de la casa estuvieran cerradas. Al comprobar el pestillo del ventanuco que daba al patio, volvió a ver los ojos del gato en la oscuridad y su mirada desafiante. Sintió un escalofrío que hizo retemblar su osamenta.
Un par de minutos después estaba en la calle con su carrito de la compra y su paraguas en ristre. Su andar despacioso, voluble y grotesco en su conjunto, se fue perdiendo entre la luz ambarina del final de la calle. Noche calurosa de agosto, musitó el hombre cuando se detuvo para elegir entre el cruce de calles.
Esperó pacientemente a que la claridad asomara por encima de los tejados leyendo páginas a capricho de su Quijote. Se había sentado en un banco próximo a una parada de bus en espera del servicio. El primero llegó poco antes de seis de la mañana.
El conductor paró el bus y se bajó para orinar junto a un plátano de sombra.
— Dentro de unas horas debajo de este se estará de vicio. Hoy tendremos bochorno.
Comentó el conductor mientras meaba.
El hombre le sonrió asintiendo, ya levantado, dispuesto con su equipaje.
— ¿Este bus va para la ciudad de Australia? -le dijo al conductor mientras este se abrochaba la bragueta.
Miró de hito en hito al hombre un instante para, luego, comprender esbozando una sonrisa circunstancial.
— Bueno…. Este coche directo no va, claro. Pero le recomiendo que vaya hasta la Central de Autobuses Nacionales y allí le indicarán qué le viene mejor.
Subió el autobús después de abonar el billete y sugerirle al conductor que le avisara cuando llegaran a esa Central.
— Ok, jefe, yo le digo. Pero tendrá que andar algo porque esta línea no para lo que se dice al lado de la Central.
Llegó a la Central de Autobuses Nacionales en pleno bullicio vacacional. Tanto alrededor de las taquillas como en las escaleras de bajada a las dársenas la gente iba y venía con la prisa propia del viaje. A pesar de la temprana hora, todos cargaban con maletas y voceaban por cualquier nimiedad. El hombre, un poco aturdido por el ajetreo, se fijaba a quien podía preguntar sobre su destino.
Optó por un hombre que fumaba en la puerta de la entrada para salidas norte. Soltó despacioso el humo de su pitillo al escuchar la pregunta. Escudriñó el rostro del hombre para cerciorarse de que no se trataba de ninguna broma.
— Tendría que coger un avión, amigo, porque ese sitio le pilla algo más que lejos.
Le contestó, buscando con la mirada a alguien entre el tropel de viajeros.
— ¿Avión? -dijo el hombre perturbado- No….No creo que sea necesario….Creo….creo que un bus de estos me dejaría cerca. ¿Sabe cuál?
El otro agitó la mano y tiró el pitillo fuera de la puerta. Le puso la mano sobre el hombro y se fue para encontrarse con una mujer que le esperaba con una maleta pequeña.
También se acercó a una taquilla, la menos frecuentada. Preguntó enseñando varios billetes de cincuenta.
— Joder, ¿de cachondeo tan de par de mañana? -contestó el taquillero malhumorado- O se va usted de aquí o llamo a seguridad.
Un tipo andrajoso, con un sombrero de paja medio roto, le observaba desde la puerta de los aseos públicos de la Central. Le miraba jocoso al tiempo que controlaba a las dos parejas del cuerpo de seguridad que vigilaban el vestíbulo. Había pasado la noche al raso y se había refrescado la cara en los aseos pensando en hacer lo de todos los días: disfrutar del aire acondicionado del sitio y esperar cualquier descuido de los que se iban o venían de vacaciones. Se acercó a él, no tenía nada que perder.
— Perdone, ¿le puedo servir de ayuda en algo? -le dijo dándole a su voz aguardentosa un tono de lo más suave, el cual le hizo toser de manera abrupta.
El hombre del carrito y el paraguas, tras preocuparse por el acceso de tos, le contó su tribulación.
— Australia, eh -dijo meditabundo con un ojo mientras con el otro le examinaba más de cerca- Pues, señor mío, ha tenido usted la suerte de dar con la persona ideal. Yo también voy a ese sitio.
El hombre soltó el carrito y con el paraguas colgado abrazó al desconocido.
— Es verdad que es una suer…te…haberle….encontrando en…entre tanta gen….te.
— ¿Ha desayunado usted? Lo digo porque ahí, en la cafetería hacen unos desayunos de lujo.
— ¿Y el via…je?
— No se apure, desayunamos y luego le llevo a Australia. No está tan lejos como parece. Yo voy y vengo casi todos los días.
Dijo con toda naturalidad, ofreciéndosele a llevarle el carrito.
En la cafetería se sentaron en una mesa con vistas a la dársena 7N.
— Pepe, ¿qué pasa? No me toques las narices que ya sabes que aquí hay que apoquinar.
Dijo el camarero desde la barra al verles sentarse.
— Aquí, un colega, que me va a invitar a unas porritas y yo le voy a dar una vuelta por Australia.
— ¿Tendrían pollo asado y…y…y pae…lla?
Preguntó el hombre del carrito alzando la mano hacia el camarero.
— Empezamos mal, Pepe. -gruñó el camarero acercándose a la mesa.
Por megafonía se escuchó la voz monótona que avisaba a los pasajeros con destino a Laredo. "…En cinco minutos saldrá el autocar de la dársena 4H. Gracias".